^
^
Padre Pio | Calendario Católico | ¿Por qué el infierno debe ser eterno? | ¡El Anticristo Identificado! | Tienda en línea | La Biblia enseña el Papado | Los ‘magos’ y el mundo espiritual | Sorprendente Evidencia de Dios | Noticias |
Las herejías en el Vaticano II | Pasos de Conversión | Fuera de la Iglesia no hay salvación | Respuestas Católicas | El Santo Rosario | Padre Pío | Antipapas Francisco, Benedicto XVI, JPII, etc. | Ayuda a salvar almas: Donar |
Sesión caducada
Por favor, accede de nuevo. La página de acceso se abrirá en una pestaña nueva. Después de acceder puedes cerrarla y volver a esta página.
La tierna compasión que tiene Cristo de los pecadores
“Haced sentar a estas gentes” (Juan 6, 12).
Nos dice el Evangelio de hoy que, hallándose nuestro divino Salvador sobre un monte con sus discípulos y con una multitud de casi cinco mil hombres que lo habían seguido, viendo los milagros que hacía con los enfermos, le preguntó a san Felipe: ¿Dónde compraremos pan suficiente para que coman estos que nos acompañan? Felipe le respondió: Señor, para comprar tanto pan, no bastan doscientos denarios. Entonces dijo san Andrés: Aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿de qué sirve esto para tanta gente? Sin embargo, Jesucristo dijo: Haced sentar a esas gentes y luego hizo repartir aquellos cinco panes y los dos peces, que no solo bastaron para que todos comieran, sino que recogieron después los fragmentos y llenaron con ellos doce cestas. Hizo el Señor este gran milagro movido de la compasión que tuvo de tantos pobres: pero mucho mayor es la compasión que tiene de los pobres de alma, cuales son los pecadores que se hallan privados de la gracia divina. Este será el asunto del presente discurso, a saber: “La tierna compasión que tiene Jesucristo de los pecadores.”
1. Movido nuestro amantísimo Redentor de su grande compasión y misericordia hacia los hombres, que gemían tristemente bajo la esclavitud del pecado y del demonio, bajó del cielo a la tierra para redimirlos y salvarlos de la muerte eterna, a costa de su sangre y de su muerte. Por esto cantó san Zacarías, padre de san Juan Bautista, hallándose en su casa la Virgen María, a tiempo que ya se había encarnado en sus purísimas entrañas el Hijo del eterno Padre: “por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, que ha hecho que ese Sol naciente haya venido a visitarnos de lo alto del cielo” (Lucas 1, 78).
2. Así declaró después Jesucristo, que Él era aquel buen pastor que había venido a la tierra a dar la salud a sus ovejas, que somos nosotros los hombres: “Yo he venido para que las ovejas tengan vida, y la tengan en más abundancia” (Juan 10, 10). Medite sobre la palabra abundancia, que quiere decir que Jesucristo vino no solamente a hacernos recobrar la vida perdida de la gracia, sino también a darnos otra más abundante y mejor que la que perdimos por el pecado. Lo que hizo decir a san León que Jesucristo nos proporcionó mayores bienes con su muerte, que males nos había acarreado el demonio por medio del pecado: Ampliora adepti sumus per Christi gratiam, quam per diaboli amiseramus invidiam. (Serm. 1 de Asc.). También el Apóstol dio a entender esto mismo claramente por estas palabras: “Pero cuanto más abundó el pecado, tanto más ha sobreabundado la gracia” (Romanos 5, 20).
3. Pero, Dios mío, ya que quisisteis tomar carne humana, una sola súplica vuestra era suficiente para redimir a todos los hombres. ¿Qué necesidad teníais, pues, de hacer una vida tan pobre y humilde por el espacio de treinta y tres años, y de sufrir una muerte tan amarga y afrentosa en un leño infame, derramando toda vuestra sangre entre tormentos inauditos? Sí, responde Jesucristo, ya sé que bastaba una gota de mi sangre, una simple súplica mía para salvar al mundo; pero no bastaba para manifestar el amor que tengo a los hombres. Por esto he querido padecer tanto y morir con una muerte tan atroz, para ser amado de los hombres después que me vieran muerto así por el amor que les tenía. El buen pastor debe obrar de esta suerte, como dice el mismo Cristo: “Yo soy el buen pastor; y el buen pastor sacrifica su vida por sus ovejas” (Juan 10, 11 y 15).
4. ¿Y qué mayor señal de amor podía dar a los hombres el Hijo de Dios que dar la vida por nosotros, que somos sus ovejas? Por esto dice san Juan, que hemos conocido el amor de Dios, en que dio el Señor su vida por nosotros: “Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). El mismo Salvador dice que “nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Mas vos, oh Señor, no solo disteis la vida por vuestros amigos, sino también por nosotros, que por nuestros pecados éramos enemigos vuestros: “como enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5, 10). ¡Oh, amor inmenso de nuestro Dios! Exclama san Bernardo: ¡Ut parceret servis, nec Pater Filio, nec Filius sibi ipsi pepercit! “Para perdonar a los siervos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo”; sino que satisfizo con su muerte a la divina justicia por los pecados que nosotros habíamos cometido.
5. Se acercaba la grande época de la Pasión, cuando un día fue Jesucristo a Samaria; pero los samaritanos no quisieron recibirle; por lo que Santiago y Juan, volviéndose a Él, indignados contra los samaritanos por esta afrenta que acababan de hacer a su Maestro, le dijeron: Señor, ¿“quieres que mandemos que llueva fuego del cielo” para castigar a estos temerarios? (Lucas 9, 54). Pero Jesús que estaba lleno de dulzura y mansedumbre aun hacia aquellos que le despreciaban, les reprendió diciendo: “No sabéis a que espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos” (Lucas 9, 55-56). Como si dijera: mi espíritu está lleno de paciencia y de compasión hacia los pecadores; y cuando yo he venido a salvar las almas y no a perderlas ¡vosotros me habláis de fuego de castigos y de venganza! Por eso en otro lugar dice a sus discípulos: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29). Como si dijera: yo no quiero que aprendáis de mí a castigar sino a ser benignos y a sufrir y perdonar las injurias.
6. Bien claramente manifestó la ternura que abrigaba a favor de los pecadores cuando dijo: “¿Qué hombre entre vosotros, teniendo cien ovejas, si llega a perder una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el desierto, para ir tras la oveja perdida, hasta que la halle?” (Lucas 15, 4). Y después añade: “Y cuando la hallare, la pone sobre sus hombros, muy gozoso, y vuelto a casa convoca a amigos y vecinos y les dice: ‘Alegraos conmigo porque hallé mi oveja, la que andaba perdida’” (Lucas 15, 5-6). Pero, Señor, esta alegría, no tanto debe ser vuestra, cuanto de la oveja que ha encontrado en vos su pastor y su Dios. En efecto dice Jesucristo: se alegra la oveja porque me encuentra a mí que soy su pastor; pero mucho más me alegro yo en encontrar a la oveja perdida. Y después concluye diciendo: “Así, os digo, habrá gozo en el cielo, más por un solo pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lucas 15, 7). Y ¿qué pecador habrá tan duro que al oír esta parábola y sabiendo el amor con que Jesucristo está dispuesto a abrazarlo y a ponérselo sobre sus hombros, cuando se arrepiente de sus pecados, no desee arrojarse a sus pies inmediatamente?
7. Del mismo modo declaró el Señor su ternura y amor para con los pecadores arrepentidos, en la parábola del hijo pródigo que trae san Lucas (capítulo 15, versículo 12). Leemos allí que no queriendo un joven estar más tiempo sujeto a la patria potestad, para vivir a su antojo y entregado a los vicios, pidió la parte de hacienda que le correspondía. El padre se la dio con dolor, lamentándose de su ruina, que preveía. Partió el hijo de la casa paterna; y, habiendo disipado toda su hacienda en muy poco tiempo, quedó reducido a una miseria tan horrible, que se vio obligado a guardar cerdos para sustentarse. Esta parábola es figura del pecador que separándose de Dios y perdiendo la gracia divina pierde todos los méritos anteriores, y se ve obligado a llevar una vida miserable bajo la esclavitud del demonio. Después dice san Lucas que, viéndose aquel joven reducido a tan grande necesidad, se determinó a volver a su padre; y el padre, que es figura de Jesucristo, lo vio aun cuando todavía estaba lejos, “y se le enternecieron las entrañas” (Lucas 15, 20). Por lo que, en lugar de rechazarle, como merecía aquel hijo ingrato, fue corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos. En seguida dijo a sus siervos: “¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo”, vestido que significa la gracia divina que Dios restituye al pecador arrepentido cuando le perdona, como explican san Jerónimo y san Agustín. “Colóquenle un anillo en el dedo” (Lucas 15, 23), que quiere decir colóquenle el anillo de esposa, porque el alma vuelve a ser esposa de Cristo cuando recobra la gracia. “Traigan el ternero cebado y mátenlo; comamos y hagamos fiesta” (Lucas 15, 23), este ternero cebado significa el sacrificio místico de Jesucristo sacramentado, esto es, la sagrada Comunión. Luego dice el padre: hagamos fiesta. Pero, Padre divino, ¿por qué tanta fiesta para la vuelta de un hijo que ha sido tan ingrato con Vos? Porque este hijo mío, responde el Padre, “estaba muerto, y ha resucitado: habíase perdido y ha sido hallado” (Lucas 15, 32).
8. Bien experimentó esta ternura de Jesucristo aquella mujer pecadora, que en opinión de san Gregorio es santa María Magdalena, que fue un día a echarse a los pies de Jesucristo, como se lee en Lucas 7, 47, y le lavo los pies con sus lágrimas; por lo que el Señor volviéndose a ella lleno de dulzura la consoló diciéndole: “Tus pecados se te han perdonado… Tu fe te ha salvado: vete en paz”. También la experimentó aquel hombre que treinta y ocho años hacía que se hallaba enfermo de cuerpo y alma. El Señor le sano de sus males y le perdonó sus pecados, diciéndole: “Mira que ya estás sano; no peques más, para que no te suceda algo peor” (Juan 5, 5 y 14). La experimentó igualmente aquel leproso que dijo a Jesucristo: “Señor, si Tú quieres, puedes limpiarme”. Y el Señor le respondió: “Quiero”; como si dijera: Para esto he descendido del cielo; esto es, para consolaros a todos, “y al punto fue sanado de su lepra” (Mateo 8, 2-3).
9. La experimentó asimismo la mujer adúltera que los escribas y fariseos presentaron a Jesucristo, diciéndole: “en la ley de Moisés está escrito que las mujeres adúlteras deben ser apedreadas: ¿tú qué dices a esto?” (Juan 8, 5). Esto lo dijeron, según escribe san Juan, para obligarle a responder y poder después acusarle de infractor de la ley si respondía que debía quedar libre, o para hacerle perder la fama que había adquirido de ser un hombre indulgente si respondía que debía ser apedreada: Si dicat lapidandam (explica san Agustín, tract. 33 in Joan) famam perde mansuetudinis; sin dimittendam: trangressæ legis accusabitur. Pero el Señor ¿qué respondió? Ni dijo que sí, ni que no: “Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir en el suelo, con el dedo” (Juan 8, 6). Esto que escribió en la tierra, dicen los Intérpretes, que verosímilmente era alguna sentencia de la Escritura recordando a los acusadores sus propios pecados, que quizá eran mayores que el de aquella mujer; y después les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, tire el primero la piedra contra ella” (Juan 8, 7). Mas ellos, según refiere el Evangelista, oída tal respuesta, se descabulleron uno tras otro, y quedó allí sola la mujer; a la cual, volviéndose Jesucristo le dijo: “Mujer ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” (Juan 8, 10). Y ella respondió: “Ninguno, Señor”. Entonces Jesús compadecido le dijo: “Yo no te condeno tampoco”, como si dijera: Ánimo: puesto que ninguno te ha condenado, no pienses que he de condenarte yo, que no he venido al mundo a condenar a los pecadores, sino a perdonarlos y salvarlos: “anda, y desde ahora no peques más” (Juan 8, 11).
10. En efecto, Jesucristo no vino a condenar a los pecadores, sino a librarlos del infierno siempre que quieran enmendarse. Y cuando los ve obstinados en su perdición, compadeciéndose de ellos, les dice por boca del profeta Ezequiel: “Pues, ¿por qué queréis morir, oh casa de Israel?” (Ezequiel 18, 31). Como si dijera: Hijos míos, ¿por qué queréis morir, por qué queréis ir al infierno, si yo he bajado del cielo a libraros de la muerte con mi sangre? Y después añade por el mismo profeta: Vosotros estáis ya muertos a la divina gracia; pero puesto que yo no quiero vuestra muerte, convertíos a mí, y yo os restituiré la vida que habéis perdido: “Porque Yo no quiero la muerte del que muere, dice el Señor Dios. ¡Convertíos y viviréis!” (Ezequiel 18, 32) Pero dirá el pecador que se encuentra oprimido con los pecados: Y ¿quién sabe si Jesucristo me rechazará en vez de perdonarme? Mas el mismo Cristo le responde por san Juan: “Al que viniere a mí, no le desechare” (Juan 6, 37), como si dijera: Ninguno que viene a mí arrepentido de sus pecados, será desahuciado, aunque sus culpas sean muchas y enormes.
11. Oiga como nuestro Redentor nos alienta a postrarnos a sus pies con segura esperanza de que seremos consolados y perdonados. Venid, dice, a mí todos los pecadores, que os afanáis por condenaros, y andáis agobiados, con culpas, que yo os libraré de todas vuestras ansiedades: “Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré” (Mateo 11, 28). Ya por boca de Isaías había dicho el Señor: “Venid, discutamos juntos, dice el Señor. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como el carmesí, vendrán a ser como lana” (Isaías 1, 18). Ven arrepentido de las ofensas que me has hecho, y si yo no te perdono, discutamos juntos, y échame en cara que no cumplo mi palabra; porque yo te prometo que, aunque tus pecados fuesen como la grana, tu conciencia quedará blanca como la nieve, por medio de mi sangre, con la que quiero lavarte.
12. ¡Pecador, vuelve a Jesucristo, si acaso lo has abandonado! Vuelve antes que la muerte te sorprenda en pecado y estés condenado al infierno; porque entonces todas esas misericordias y favores que el Señor usa con nosotros, serán otras tantas espadas que te despedazarán el corazón por toda la eternidad.
Sermón de san Alfonso de Ligorio hallado en su libro Sermones abreviados para todas las dominicas del año (traducido del italiano al español en 1865), con algunas actualizaciones en ortografía, uso de palabras sinónimas en raras ocasiones para una mejor comprensión del texto, etc.
Suscríbase a nuestro boletín para recibir noticias sobre futuros videos y artículos de vaticanocatolico.com
Impactante, no miro discrepancias
Martin 3 semanasLeer más...Tiene razón. Gracias por compartir. Y de mi parte lo compartiré para que muchos lo vean.
Verónica Raygoza 3 semanasLeer más...Masturbarse es opuesto e incompatible al verdadero amor a Dios. La opción superadora ante la tentación del placer auto infligido es la oración
Gustavo Suárez 1 mesLeer más...Más claro imposible. Gracias hermanos
Laudem Gloriæ 1 mesLeer más...Esta listo. Gracias.
Monasterio de la Sagrada Familia 1 mesLeer más...Hola. Ya fue publicado. Gracias.
Monasterio de la Sagrada Familia 1 mesLeer más...Cuándo van a publicar el calendario de 2025?
Reynaldo 1 mesLeer más...Dios los bendiga, porfavor suban pronto el calendario 2025 para poder imprimirlo.
nicolas guiñez 2 mesesLeer más...Lugares no sólo solitarios, sino, además, silenciosos. De nada sirve estar solo si uno, en el afán de escapar su propia consciencia y la voz de Dios o de sus...
Gonzalo Javier Cavatorta 2 mesesLeer más...El rostro del Padre Pío, se le ve con una tranquilidad, como dormido... No así con la foto del ataúd de la impostora hermana Lucía, con un semblante afligido...
Serena 6 mesesLeer más...