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San Félix de Valois, confesor (20 de noviembre)
Nacimiento: Abril de 1127 en Francia
Muerte: 4 de noviembre de 1212 en Cerfroid (Aisne), Francia, a los 85 años de edad
Canonización: 21 de octubre de 1666 por el Papa Alejandro VII
Orden religiosa: Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos (fundada en 1193)
Ocupación: Sacerdote y cofundador
San Félix, de la real casa de Valois, nació el 19 de abril del año de 1127. Desde niño se conoció lo que había de ser después, asomándose ya desde entonces muchas señales de su futura santidad, particularmente de su tierno amor a los pobres, con quienes, cuando ya mayorcito, repartía de los platos más delicados que le servían a la mesa. Más de una vez se despojó de su propio vestido para cubrir la desnudez de algún necesitado. Habiendo pasado sus floridos años en el ejercicio de la virtud, todos los pensamientos de Félix se convirtieron hacia la soledad, deseoso de entregarse enteramente a Dios, y persuadido de que nunca se gusta más del Señor que cuando el alma totalmente se desvía y se aleja del mundo. Los gritos de éste no penetran al desierto, y en no dejándose percibir de nosotros el bullicioso estrépito del mundo, entonces nos habla Dios al corazón, consistiendo en esta íntima comunicación de Dios con el alma y del alma con Dios aquellas inefables dulzuras que las almas santas gustan ya desde esta vida. Se retiró, pues, Félix del mundo para entregarse más libremente a la contemplación de su Dios; pero antes quiso recibir el sacerdocio para cortar toda esperanza de subir al trono de Francia, de que no estaba muy distante, en virtud de la ley Sálica que excluye a las hembras de la sucesión a la corona.
Ordenado nuestro Santo de sacerdote, se retiró al desierto, donde entablo una vida muy penitente, pero endulzada su austeridad con la abundancia de celestiales consuelos. Cuanto más se empeñaba él en negar al cuerpo las conveniencias de esta vida, más se empeñaba Dios en regalar a su alma con el alimento del Cielo; se debilitaba aquel con el ayuno, y ésta se fortalecía con los dones del Señor. Así vivía Félix en la soledad, esperando acabar en ella sus días de esta manera, y reduciéndose toda su ambición a vivir y morir en el desierto, desconocido a los hombres, y entregado a Dios únicamente. Pero como eran muy diferentes los altos fines de la Divina Providencia, dispuso se fuese al mismo desierto aquel que tenia destinado para compañero de Félix en la ejecución de sus intentos.
Era un caballero provenzal, joven, teólogo y doctor de la Universidad de París, llamado Juan de Mata; el cual, movido de una visión que tuvo cuando celebró su primera Misa, y noticioso de la virtud de nuestro solitario, fue expresamente a buscarle para entregarse a su dirección y aprender en su escuela los caminos de la perfección a que se sentía llamado. Recibió Félix con amor al discípulo que le enviaba el Cielo, y repartió con él los tesoros con que el Espíritu Santo le había enriquecido. Caminaban juntos por el camino de la perfección; eran dos atletas que corrían a un mismo tiempo por una misma carrera, a un mismo término y aspiraban a igual premio. Animaba a entrambos un mismo ardor, un mismo fervor, y era uno mismo en entrambos el amor de Dios. Iguales uno y otro en la inclinación a mortificarse, ningún medio omitían para contentarla; su alimento era la oración, y Dios el único asunto de todas sus conversaciones. Así pasaron algunos años en una vida penitente y toda recogida en Dios, hasta que Juan declaró a Félix el pensamiento que el Cielo le había inspirado en su primera Misa, sobre dedicarse a solicitar la libertad de los cautivos cristianos que gemían bajo la esclavitud de los moros [mahometanos], expuesta su religión a un continuado peligro. Le refirió la visión que tuvo entonces en el oratorio del Obispo de París, a la misma elevación de la Hostia, representándosele en el aire un ángel en figura de un bizarro joven vestido de blanco, y en el ropaje una cruz roja y azul con dos cautivos de diferentes religiones, cada uno a su lado, oprimidos ambos de cadenas, y levantando las manos como pidiendo con ansia que los librase de aquella opresión. Estaba Juan refiriendo a Félix esta visión, y la impresión que había hecho en su alma, sintiéndose desde entonces abrasado en un encendido celo por la redención de los cautivos cristianos que gemían bajo la tiranía de los infieles, cuando los dos vieron venir hacia sí un corpulento ciervo, entre cuyas dos astas se dejaba ver una cruz, en todo semejante a la que se registraba en el ropaje del ángel que se había aparecido a San Juan de Mata. A vista de aquel prodigio no les quedó la menor duda de lo que el Cielo quería de los dos en orden a los cristianos cautivos, y desde el mismo punto comenzaron a pensar seriamente en los medios de poner en ejecución las disposiciones del Cielo.
Mientras tanto, a la fama de los dos santos solitarios había concurrido al desierto gran número de discípulos que, dirigidos por aquellos dos grandes maestros de la vida espiritual, hacían maravillosos progresos en el camino de la virtud; de manera que en breve tiempo se formó una comunidad, cuyo fervor en nada cedía a las más numerosas y más antiguas. Confirmados nuestros Santos con aquellos fervorosos reclutas en la resolución que habían tomado de dedicarse enteramente a la redención de los cautivos cristianos, determinaron pasar a Roma para declarar al Papa sus intentos y saber del oráculo visible del Espíritu Santo lo que debían ejecutar. Aunque nuestro Santo pasaba ya de 60 años, quiso también ser del viaje y tener parte en el ministerio. Después de muchos días de oraciones, ayunos y rigurosas penitencias para que el Señor se dignase echar su bendición a la empresa, dejaron el cuidado de la ermita a cargo de los discípulos más probados y de mayor confianza. Su viaje fue un ejercicio continuo de oración y de penitencia.
Luego que llegaron a Roma, se presentaron al Papa Inocencio III, que los recibió con amor de padre. Le entregaron las cartas de recomendación del obispo de París, en que daba testimonio de la santidad de su vida, y al mismo tiempo acreditaba la importancia del santo fin por que habían emprendido el viaje a la corte de Roma. Les concedió el Papa ciertas audiencias, y habiendo consultado el negocio con una junta de obispos y cardenales, que formó para este asunto, examinado y aprobado el pensamiento, quiso Su Santidad aprobar también el instituto de aquella comunidad, y poco tiempo después la erigió en una nueva religión con el título de Orden de la Santísima Trinidad, Redención de Cautivos, cuyo primer ministro general fue nombrado San Juan de Mata.
Volvieron a Francia Juan y Félix, donde admitieron la donación que se les hizo de un corto espacio de terreno que se llamaba Ciervo-frígido, y en él fundaron el primer convento, que se consideró después como el principal y máximo de toda la religión. Habiendo formado San Juan de Mata la regla y constituciones de su recién nacida Orden, volvió a Roma, dejando encargado el gobierno de Ciervo-frígido y de toda la religión en Francia a nuestro San Félix, su compañero en aquella santa obra. Se multiplicaron los conventos por la bendición que echaba Dios a sus trabajos, y por la liberalidad de muchas buenas almas que contribuían con sus bienes al mayor adelantamiento de la obra del Señor.
En este convento de Ciervo-frígido recibió Félix un favor muy singular de la Santísima Virgen. La víspera de su natividad, antes que se levantasen los frailes a maitines, velando el Santo, como acostumbraba, y entrando en el coro, vio en él a la Reina de los Ángeles con el hábito y cruz de la Orden, despidiendo brillantes resplandores, acompañándola multitud de espíritus celestiales en el mismo luminoso traje. Se incorporó Félix con aquel coro celestial, acompañando con el corazón y con la boca las alabanzas que todos cantaban al Señor. Un hombre tan favorecido del Cielo, parece que no debía estar más tiempo sobre la Tierra, y así le previno un ángel que se acercaba su muerte; noticia gozosísima para quien el Cielo, por decirlo así, acababa de acostumbrar a la armonía de su música divina. Estando para morir el padre convocó a sus queridos hijos; y habiéndolos exhortado a todos a la caridad con los pobres y con los cautivos, lleno de años y de merecimientos pasó de esta vida transitoria a gozar de la eterna en el seno de su Dios. Murió el día 4 de noviembre del año de 1212, a los 85 y siete meses de su edad. El Papa Beato Inocencio XI, por un breve de 30 de julio de 1679, trasladó su fiesta al 20 del mismo mes, mandando que se rezase de él en toda la Iglesia.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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