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Primer Mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas
Este, como dijo Nuestro Señor Jesucristo, no solo es el primero, sino el principal de todos, y nos obliga a amar, honrar y servir a Dios. Obligación justísima: porque, ¿quién es Dios? Un Señor omnipotente, que con un simple acto de su voluntad hace cuanto quiere; Soberano, a quien todas las cosas están sujetas; Criador y conservador de todas ellas y de quien, por consiguiente, dependemos, como la luz depende del sol; tan Sabio, que nada ignora de lo pasado, presente y futuro; Eterno, sin principio ni fin; Inmenso, que en todo lugar se halla; Santísimo, que no puede hacer cosa mala; Justísimo, que no deja sin premio nada que sea bueno, ni sin castigo nada que sea malo; Misericordioso con los pecadores arrepentidos; Amorosísimo con los que le aman; en una palabra: bondad infinita, que no puede ser mejor ni más perfecto de lo que es.
¡Qué horrenda ingratitud la de aquellos cristianos que jamás o rara vez se acuerdan de un Señor tan bueno y poderoso, de quien todo depende; que no le aman y cuidan de servirle como deben! ¡Infelices! ¡Despídanse de la gloria prometida a los que vivan honrándole, amándole y sirviéndole! Lo cual lo podemos todos conseguir con el ejercicio de las cuatro virtudes: Fe, Esperanza, Caridad y Religión.
I. — De la virtud de la Fe
a) En qué consiste. — Fe es una luz y conocimiento sobrenatural con que, sin ver, creemos lo que Dios dice y la Iglesia nos propone. Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, ha enseñado a la Iglesia todo lo que debemos creer, prometiéndole, además, asistencia continua para que nunca yerre. Y ella, regida por Él, nos lo propone por medio de sus ministros, y así el motivo de nuestras creencias es por haberlo dicho Dios, verdad infalible; de suerte que no bastaría creer porque los padres, maestros o párrocos así lo enseñan, que esto sería fe humana, sino que debemos firmemente creerlo por ser verdades o misterios revelados por Dios.
Entre los cristianos presos en Antioquía durante una persecución, había un niño de siete años, llamado Barula. Preguntado por el juez por qué creía las verdades de la fe, respondió: Porque mi madre me las ha enseñado. — Y a tu madre, ¿quién se las enseñó? — La Iglesia. — ¿Y a la Iglesia? — Dios.
b) Necesidad de la Fe. — Sin la fe, dice San Pablo, es imposible agradar a Dios y, por consiguiente, salvarse. Y Jesucristo dijo: El que no creyere se condenará. Nosotros creemos por dicha nuestra, y recibido con el Bautismo la fe verdadera. Mas adviértase que no basta creer algunos misterios no más; han de ser todos, y el que negase uno solo, creyendo de corazón, por ejemplo, que no hay infierno o cualquier otro error contra la fe, sería un hereje, aunque creyese y confesase todos los demás.
Pero, ¿hay obligación de saber en particular todas y cada una de las verdades de la fe? No, sino solamente algunas y de estas, la primera y principal para todos y en todo tiempo es que hay un Dios que premia a los buenos con gloria eterna y castiga a los malos con pena eterna. Saber esto y creerlo es tan necesario, que si llegado uno, quienquiera que sea, al uso de la razón, muriese sin saberlo o creerlo, de ninguna manera se podría salvar. La segunda y la tercera son el misterio de la Santísima Trinidad, esto es, que en Dios hay tres personas distinta: Padre, Hijo y Espíritu Santo; pero que no son más que un solo Dios, porque no tiene más que una esencia y naturaleza; y el misterio de la Encarnación, es a saber: que la segunda persona, que es el Hijo, se hizo hombre en las entrañas purísimas de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, y que este Señor es Jesucristo, que nació y murió para salvarnos. ¡Qué cuenta tan estrecha darán a Dios los padres y madres de familia que no enseñen a sus hijos cosas tan necesarias! Hijos desgraciados, la desidia de vuestros padres os pone en peligro de perder el cielo.
Además de lo dicho, estamos obligados, bajo pena de pecado, a saber y entender a lo menos en cuanto a la substancia, el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría, los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, los Sacramentos más necesarios para todos, que son el Bautismo, la Confesión y la Comunión, y los demás el que los haya de recibir. De todas las otras verdades de nuestra fe, basta para salvarse creer en general todo lo que cree y enseña la Santa Madre Iglesia.
Aquí dirá, tal vez, algún muchacho o muchacha de pocos años: “Yo eso no lo sé; ¿habré pecado?” Si sabías que tenías obligación de aprenderlo y no lo procuraste, no hay duda que fue pecado de negligencia, y en él estarás hasta que hagas lo posible por aprenderlo; aunque mayor será el de vuestros padres y madres, si la ignorancia ha sido por culpa y descuido suyo. Algunos dicen que sus hijos son rudos y de mala memoria. Si fuese así, de cierto, ni el hijo ni el padre pecarían; mas ese muchacho de tan poca memoria, ¿no es aquel mismo que ya sabe palabras y coplas indecentes? ¿Cómo las ha aprendido? ¡Padres y madres! Son excusas vanas, y Dios os espera en su Tribunal.
Mayor cuidado aún se ha de poner en mirar los libros y periódicos que ahora se leen. [Lo que se habla de periódicos, etc. por el autor, ciertamente se aplica también a la televisión, el cine, la radio e incluso el internet.] Gran ponzoña [veneno] contra la religión y las buenas costumbres corre de poco tiempo acá, y apenas hay casino, café y peluquería donde no se propine el veneno en forma de periódico o de revista.
Antiguamente perseguían a los cristianos y los encerraban en los calabozos y les confiscaban sus bienes y les hacían morir en el fuego. Hoy, los modernos perseguidores no quieren fuego, ni espadas, ni calabozos; no quieren martirios, prefieren periódicos y revistas que disipen y hagan a los cristianos tibios para que sus hijos sean ya impíos e incrédulos. Sepa, pues todo el mundo, que los periódicos y revistas malos no pueden leerse; y no se diga que es bueno leer de todo, porque esto equivaldría a decir que es bueno comer y beber de todo, incluso el mismo veneno. ¿Habéis visto con qué diligencia se examinan los alimentos, antes de presentarlos en los mercados públicos? Porque a veces hay ovejas, terneras y cerdos que están enfermos, los municipios encargan a un perito en la materia que los examine y mire y remire, y si éste halla que la carne es mala, la apartan y la arrojan fuera. Si en unos alimentos que de sí son buenos ponemos tanta diligencia en examinarlos, solamente por el peligro de que alguna vez pueden ser nocivos, ¿qué no deberemos hacer en los alimentos del alma? Y si los alimentos de cuerpo, una vez probado que son malos, no los queremos comer, aunque nos los regalen, ¿por qué no hacemos igual con los manjares del espíritu? Ojalá que así como el que expende alimentos malsanos es castigado por la autoridad, así también fuera castigado el que exhibe o vende periódicos malos; esto sería lo justo y lo lógico. Pero ya que esto no se hace, tengamos nosotros este cuidado, y el que no quiera envenenar el alma, el que no quiera perder la fe, arroje de sí esos libros y periódicos como arrojaría el veneno si se lo presentarán en la mesa.
Diréis que algunos hombres leen periódicos malos, y a pesar de esto, van a Misa y son buenos católicos. A éstos respondo con brevedad, diciendo sencillamente, que esos hombres son malos católicos, y si no les excusa la ignorancia y mueren en esa disposición, se condenan. Miren estos tales los pecados que cometen en un solo acto:
De los periódicos podemos decir lo que de los compañeros dice el Espíritu Santo: Si te juntas con buenos, serás uno de ellos; si te juntas con malos, te pervertirás.
“D. Fulano —dicen— va a Misa, pertenece a la Acción Católica, y a pesar de ello lee esos periódicos; luego también lo puedo hacer yo; luego no será tan malo como dice el señor Cura”. Y así, ¿qué sucede?, que poco a poco se pierde el horror a esa prensa y acaban por leerla todos.
El Papa clama en sus Encíclicas; los Obispos claman en sus Pastorales; el Párroco clama en sus sermones, y todos estos clamores de los Padres de la Iglesia se estrellan y quedan ineficaces. ¿Veis ahora el mal inmenso que resulta de esos periódicos? Cometéis pecado de desobediencia y de cooperación, el cual os pone en peligro manifiesto de naufragar en la fe, y sois reos del pecado de escándalo, con el cual robáis almas a Dios y las dais al demonio. Muy al contrario lo hacen los Santos y amigos de Dios: por plantar y conservar la fe, gastan sus haciendas y sus vidas. ¿Qué es lo que movió a los mártires a sufrir las cadenas, las cárceles, el destierro, el hambre y a morir en el fuego y entre las fieras? La fe… ¿qué es lo que funda hospicios, asilos y casa de beneficencia? La fe… ¿Qué es lo que lleva a esos mismos hospicios millares de santos jóvenes que renuncian los halagos del mundo para gastar su vida en aliviar y compartir las desgracias del prójimo? La fe… Sin la fe no habría un San Vicente de Paúl, que buscaba a los enfermitos y los curaba él mismo con sus propias manos. Sin la fe no habría un San Juan de Dios, que se sacrificaba por los huerfanitos pobres. Sin la fe no habría un San Juan de Mata, con voto de venderse por esclavo por comprar así la libertad de los cautivos. La fe es el mayor tesoro del mundo. Los mismos hombres impíos, cuando quieren hablar con sinceridad, lo confiesan llanamente.
Oíd a Federico II, rey de Prusia, que era incrédulo. Miraba este rey a los católicos cuando salían de la iglesia, y viéndolos dijo a sus amigos: “Felices ellos, que tienen fe”. Federico tenía razón, porque vivir sin fe no es vivir. Si a un ciego le dijeren: Goza un día de las bellezas del mundo, para cegar de nuevo para siempre; si a un prisionero le dijesen: goza un día de libertad, para volver de nuevo a las cadenas; si a un padre le dijeran: acaricia hoy a tus hijos, para perderlos mañana, ese ciego, ese prisionero y ese padre contestarían que ver un solo día no es ver; amar un solo día no es amar, y gozar un momento de libertad para perderla después, es peor que no haberla conocido; del mismo modo puede decirse del hombre que no cree en la vida eterna. Vivir sin fe, no es vivir.
Estando San Luis, rey de Francia, en Poissi, pequeña ciudad a seis leguas de París, dijo a los cortesanos que le acompañaban: “Aquí en Poissi he recibido yo el favor más grande de todos, y por lo mismo el que yo más aprecio”. Maravillados los cortesanos, replicaron al Rey: “Señor, quizá confunda a Poissi con Reims, donde Su Majestad fue ungido y coronado Rey”. “No —insistió el Monarca— allí —señalando la Iglesia—, allí fui bautizado, allí recibí de Dios el hábito de la fe. ¿De qué me serviría ser Rey si no tuviera fe y esperanza en Dios?”. Pensemos nosotros lo que vale la fe, y demos gracias a Dios de haber nacido en tierra de cristianos [o en nuestros tiempos de la gran apostasía, de haber recibido la oportunidad de conocer la verdadera fe católica en medio de la actual crisis].
Empero si la fe es de todo punto necesaria para salvarse, no hemos de creer que sea suficiente, porque, como dice el Apóstol Santiago: ¿De qué nos sirve la fe si no hay buenas obras? ¿Nos salvará acaso la fe sin ellas? Decís que hay Dios y lo creéis. También dice el Apóstol: Creen y tiemblan los demonios de pronunciar el nombre del Señor; y algunos cristianos, en esto peores que los demonios, juran su santo nombre en vano o con mentira por dar gusto a un amigo o por otra causa levísima.
Otros, por una nonada que pierden o les quitan, o por otra injuria o contratiempo, se vuelven contra Dios y blasfeman, pecado enorme; y así otros por diferente estilo. ¿De qué les servirá creer que Jesucristo está realmente en el Santísimo Sacramento, si callando pecados en la confesión se atreven a recibirle sacrílegamente? También hay quien cree, como es cierto, que el pecado mortal es el mayor de los males, pues priva de la amistad de Dios y hace al que lo comete reo de pena eterna, y con todo, cada vez peca con más facilidad y como quien bebe un vaso de agua. La fe, por fin, nos dice que el negocio más importante de todos es el salvarse y, no obstante, cristianos hay que no piensan más que en dinero y ganancias, aunque sea trabajando en días de fiesta, o cometiendo injusticias, y éste es para ellos el único negocio de importancia. Desengañémonos: vuelvo a decir, y lo dice Dios, que la fe sin obras es muerta y no nos salvará. Es como el faro que guía a los navegantes a la entrada del puerto; si ellos no guían la nave hacia la luz, ¿cómo entrarán? Lo mismo nosotros: si vamos por camino diferente del que la fe nos enseña, no entraremos en el cielo, sino que caeremos sin remedio en el precipicio funestísimo del infierno. No permita Dios que nos acaezca semejante desventura; y si la conciencia nos remuerde de haber vivido hasta aquí poco conformes a la fe que profesamos, lloremos el extravío; y para conservarnos en gracia y crecer de virtud en virtud, no solo no vacilemos en la fe, sino repitamos para avivarla y aumentarla actos fervoroso, una veces en general, diciendo: Creo, Señor, porque Vos habéis revelado todo lo que cree y enseña la Santa Madre Iglesia; y otras, con especificación, diciendo: Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; así es de esperar que nunca perdamos su santo temor, y con él iremos constantes por el camino de los “Mandamientos”, único por donde se llega a la eterna bienaventuranza.
II. — De la Esperanza
a) Naturaleza de esta virtud. — Es una virtud sobrenatural, por la cual esperamos firmemente que Dios nos concederá la gloria eterna y los medios para alcanzarla. La gloria es lo primero que hemos de esperar; es decir, que después de esta vida, nos llevará el Señor a verle y a gozarle en compañía de los ángeles y santos para toda la eternidad. Mas como para conseguir esta dicha son necesarios algunos medios, lo segundo que por esta virtud hemos de esperar son estos medios.
¿Cuáles son? Ante todas las cosas, como el que ha pecado no puede entrar en la gloria sin que Dios le perdone, hemos de esperar que, si de veras nos arrepentimos, nos perdonará. Además, como para salvarse hay que hacer buenas obras y no podemos hacerlas sin que el Señor nos asista con su gracia, hemos de esperar que si hacemos lo que está de nuestra parte, Dios nos concederá su gracia para vivir de modo que nos salvaremos. Por tanto, la suma de todo lo que hemos de esperar es la gloria eterna, el perdón de los pecados y los auxilios de la gracia del Señor.
¿Pero qué motivos tenemos para esperar con tanta confianza todo esto? Que Dios puede dárnoslo, por ser todopoderoso; que lo desea, por ser infinitamente bueno y misericordioso, y que nos lo ha prometido, y siendo fidelísimo, no puede faltar a su palabra.
Llevaba una aldeana a vender a la ciudad un cántaro de leche, y yendo por el camino se hacía a sí misma los siguientes cargos: “Venderé esta leche por diez reales; con ellos compraré una gallina, la cual ha de poner muchos huevos, y con el producto de su venta compraré un lechón; éste lo venderé para comprar con su dinero un caballito a mi hijo. ¡Qué bizarro andará!; ya me parece que lo veo montado en él”; y pensando esto, fue tal su regocijo, que empezó a saltar, y a los saltos cae el cántaro, se quiebra en cien pedazos y se derrama por el suelo toda la leche. ¡Adiós leche, adiós gallina, adiós lechón, adiós caballito y adiós todas las esperanzas e ilusiones de la lechera!
Esta infeliz puso su esperanza en un cántaro de leche, y su esperanza salió fallida. A la letra está sucediendo lo mismo a los que ponen la confianza en las cosas creadas. Por aquí —dicen— acrecentaré mi caudal; por allí acrecentaré la ganancia; por este medio conseguiré más ventajas; con el favor de aquél y con estas o aquellas diligencias, llegaré más pronto donde quiero. ¿Y qué sucede?; lo que a la lechera, porque confían en cosas muy frágiles, que después no resultan como se esperaban.
Dirá alguno: Yo pongo mi esperanza en mi amo, que es muy bueno; en mi jefe político, que tiene muy buen corazón; en D. Fulano, que tiene muchas influencias… Está bien; mas a esto, oíd la respuesta:
Visitó el Emperador Carlos V a un gran privado suyo que estaba a la muerte; daba éste grandes suspiros, y, movido de lo que le estimaba el Emperador: “Mirad —dijo— si queréis algo, sea lo que fuere, que aquí quedo yo”. “Señor —le respondió el enfermo—, que Su Majestad me ponga bueno y me alargue unos años la vida”. “Esto —replicó— no está en mi mano, Pedid cosa que yo pueda”. Entonces el enfermo dijo, volviéndose a la pared: “¿De qué me aprovecha haber servido a quien no puede darme lo que me hace falta?” Confiad ahora vosotros en príncipes, poned vuestras esperanzas en los poderosos de la tierra que, por grandes que sea, son hombres, y con eso está dicho todo.
No es así la esperanza de los justos. Ellos esperan en Dios: primero, porque nos lo ha prometido; segundo, porque nos quiere, y tercero, porque nada le es imposible.
De aquí nace la paz inefable que los justos sienten en medio de las mayores contradicciones. “Vengan ejércitos enemigos —decía David—, que si tengo a Dios a mi lado, no conozco el miedo; levántense montes de dificultades y peligros, que si tengo a Dios por auxilio, todo lo puedo”. “Lluevan sobre mí trabajos —decía Job—; vengan pérdidas, enfermedades, que si yo tengo mi esperanza fija en Dios, nada siento”. Esta fue la fortaleza invencible de más de doce millones de mártires; esta la constancia de tantas tiernas y delicadísimas vírgenes; esta la firmeza de tantos anacoretas penitentes; esta, en fin, ha sido, es y será, la infalible seguridad de todos los santos.
Una sola cosa hay en esta materia que nos debe hacer temblar y andar muy sobre nosotros mismos, y es la condición con que Dios nos lo promete: ¿sabéis cuál es? Que nosotros hagamos lo que nos toca de nuestra parte; cumplamos, pues, esta condición y obtendremos perdón de nuestros pecados, gracia para vencer tentaciones y malos hábitos, y conseguiremos el cielo.
b) Desesperación. — Contra la esperanza se puede pecar por exceso o por defecto; es decir, por presunción o por desesperación. Por ésta [última] pecan los que por la multitud y gravedad de sus pecados temen que Dios no quiera o no pueda perdonarlos. Injuria gravísima contra la bondad y misericordia del Señor, y mayor muchas veces que el mismo pecado anterior, siendo muy grave ofensa contra el Espíritu Santo. Y si cree seriamente el pecador que Dios no le puede perdonar, es hereje, pues le niega su poder y misericordia.
¡Ah!, no nos dejemos engañar del enemigo; si el que ha cometido pecado se quiere confesar con verdadero dolor, tiene perdón de Dios. Y así, aunque tuviese más pecados que cabellos en la cabeza o arenas en el mar; aunque hubiera sido hasta ahora más malo que Judas, Lutero y Mahoma, no desespere, acuda a un confesor; cuéntele todos sus pecados, sin callar con advertencia ninguno; arrepiéntase de haber ofendido a Dios, con propósito de no volver a pecar, y quedará, no solamente perdonado, sino contento y en gracia de Dios.
¿Dónde ir a Misa o confesarse en estos días? La cuestión acerca de dónde recibir los sacramentos en nuestros tiempos
No dudo, dicen algunos, que el Señor me perdone; mas desconfío de poder enmendarme, en atención a que hace ya muchos años que vivo sumergido en el lodazal del vicio, y no me siento con fuerzas para salir de él; por esto me acometen tentaciones de dejar todas las obras buenas, sermones, confesiones, rezos y demás; y pues al cabo me he de condenar, pasaré la vida lo más alegre que me sea posible. ¡Ay, qué tentación tan peligrosa! ¿No ves tú que así hablas, que la esperanza nos asegura, no solo el perdón del pasado, sino los auxilios del Señor para no caer en lo venidero? Oíd lo que de parte de Dios os digo: Si alguno ha vivido hasta ahora en torpeza, todavía puede ser casto; si ha frecuentado tabernas, casas de juego o de vicio, todavía puede dejarlas; si siempre se juntó con malas compañías, o siempre ha vivido en ocasiones de pecar, no por eso desconfíe, sino huya sin más dilatarlo del camino de la perdición; confiéselo todo con dolor y propósito, y no dude que haciendo así lo que está de su parte, Dios pondrá de la suya todo lo que falte y mucho más.
c) Presunción. — Pero, como dije, contra esa virtud se puede pecar también por demasiada confianza, y esto se llama presunción. En este pecado incurren los que esperan salvarse sin arrepentirse ni mudar de vida; los que, abusando de la divina misericordia, siguen pecando, confiando que Dios les perdonará. ¿Y qué diré de los que dicen que lo mismo tiene confesarse de nueve pecados que de diez, y con esta necia presunción, van aumentando el número más y más? Y los que pecan diciendo: “Después me confesaré”, no parece sino que quieren hacer a Dios cómplice de sus pecados. ¡Qué desatino! Saber que para alcanzar perdón es menester arrepentirse, y que para arrepentirse es necesario que Dios toque el corazón, y esperar de Él este favor tan grande, al mismo tiempo que uno le ofende. ¡Ay, qué ceguedad, no ver que este Señor que ahora nos mira con ojos de compasión, como padre amoroso, ha de mirarnos algún día, si no hay arrepentimiento, como justo e inexorable Juez!
Otros, aunque están convencidos de que siguiendo como viven han de parar precipitadamente en el infierno, no temen, esperando enmendarse en la vejez o en la hora de la muerte. ¡Infelices! ¿En qué fundan tales esperanzas? ¿Quién sabe si morirán de repente, sin decir siquiera Jesús? ¿Cuántos se acuestan buenos y sanos y dormidos los halla la muerte, y de pronto se encuentran en las llamas del infierno? Y aunque mueran algunos en la cama y asistidos de sacerdotes, ¿es cierto que, en tal caso, se hacen siempre buenas confesiones?
Exhortaban a cierto joven de mala vida a que se enmendase, y él respondía siempre: “Todavía hay tiempo”. Se encontró con sus enemigos una noche, e hiriéndole mortalmente, acudió un confesor, animándole a confesarse; más el no contestaba sino estas palabras: “Cuando Dios quiso, no quise yo, y ahora que yo quisiera, Dios no quiere”; y así murió desesperado. De esta manera suelen morir muchos de los que dejan la confesión para la hora de la muerte: o desesperados o entontecidos; por tanto, nadie abuse ahora de la divina misericordia, porque cual es la vida, por lo común es la muerte.
III. — De la virtud de la Caridad
a) Para con Dios. — La caridad, como dice San Pablo, es la más noble de todas las virtudes, y consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Una grande acción hecha sin amor de Dios, tiene poquísimo peso. Al contrario, una acción pequeña, aunque no fuese más que dar un vaso de agua fría, si se hace con caridad, tiene un gran valor a los ojos de Dios y merece premio sobrenatural.
Siendo, pues, tan importante y necesaria la virtud de la caridad, importa en gran manera entender bien su naturaleza y las consecuencias prácticas que de ella dimanan.
Al mandarme Dios que yo le ame, no me manda que le ame con un amor tierno y sensible, como el que una madre tiene a sus hijos; esto no depende de mí. Tampoco me manda que le ame con un amor violento o forzado, como el que un soldado tiene a sus jefes; no sería honroso para Él ser amado de tal suerte. Ni tampoco con un amor que tenga cierto grado de fervor. Lo que me pide es que le quiera más que a todas las cosas; que allá dentro de mi corazón le tenga realmente en más que todo, y que esta preferencia interna sea luego práctica en la obra, eligiendo o dejando, no lo que prefiere mi gusto, ni mi genio, ni mi interés, ni mis amigos, sino lo que prefiere Dios. Ejemplos prácticos ayudarán a entender esta doctrina.
Un hombre repartía por las casas y vendía por las calles toda clase de periódicos malos. Se encontró este hombre con un misionero que le conocía de antiguo, y le dice el Padre: “Hermano: el oficio que usted tiene no lo quiere Dios, porque siendo malo leer esos periódicos, también lo es venderlos y repartirlos”. El hombre se para, piensa, y al fin determina quedarse en el mismo oficio, a pesar de saber que era malo. Ese hombre no amaba a Dios más que todas las cosas, porque prácticamente tenía más amor al oficio. Fue en cierta ocasión un caballero a comer a la fonda un viernes de Cuaresma: le presentaron pescado, y él dijo: “A mí me gusta más la carne”; y aunque sabía que estaba prohibido, comió carne por contentar su gusto. Este caballero tampoco amaba a Dios sobre todas las cosas, porque prácticamente prefería el gusto suyo al de Dios. Un banquero prestaba dinero al 25% y se enriquecía con la sangre del pobre. Habiendo sabido que tales préstamos eran contra la ley de Dios, él prosiguió con el mismo oficio y con la misma tasa. Ese banquero tampoco amaba a Dios sobre todas las cosas. Un rico comerciante obligaba a trabajar los domingos con la excusa de que el vapor había de salir pronto; pero en la realidad era porque así ganaba él más dinero… Ese comerciante tampoco amaba a Dios sobre todas las cosas. Un caballero era socio de un club donde se recibían periódicos malos y se permitían muchas clases de diversiones indecentes. Habiéndole dicho el señor Cura que en buena conciencia no se puede ser socio de semejantes clubs, se excusó, diciendo que él no leía los periódicos y que asistía allí porque iban sus amigos y porque no había política. Insistió el señor Cura, diciéndole claramente que, a pesar de eso, no podía continuar siendo socio. El caballero lo pensó, y al fin se quedó en el mismo club. Este tampoco amaba a Dios. Y lo que he dicho del expendedor de periódicos, del caballero que comió carne en viernes de Cuaresma, del banquero y del comerciante, puede decirse de todo aquel que desobedece el mandato de Dios.
Y no parezca a nadie que al pedir Dios este amor se excede y pide demasiado. Al contrario, es lo más racional y lógico. Un Rey, un ministro, un gobernador, un intendente, un maestro y un padre de familia, ¿no desean todos ser amados y respetados cada uno según su estado, su dignidad y condición? Si, pues, Dios vale más que todas las cosas, lógica y racionalmente se sigue que Dios ha de ser preferido a todas ellas.
Estudiad la milicia de la tierra, y ved lo que las leyes exigen del soldado; ¿no exigen en mil ocasiones morir antes que quebrantar la disciplina? Y lo que es justo para el mundo, lo que no es exagerado para una milicia de tierra, lo que no es demasiado para los súbditos de un rey terreno, ¿lo había de ser para los súbditos del Rey del cielo? Dios supremo legislador, Dios creador, Dios Rey eterno, ¿ha de ser menos que un Rey de la tierra? Confesemos, pues, que es lógico, justo y racional, y que si tenemos este amor, cumplimos con el primer precepto, y si no, no.
La falta de este amor de preferencia es la que ha de condenar a tantos mundanos, que por haber puesto su afición en frágiles y viriles criaturas, las han amado en tanto extremo que han llegado a olvidar la obligación de la caridad para con su creador; la falta de este amor es la que condenará a tantos padres y madres que, por haber sido idólatras de sus hijos, merecen oír de boca de Dios la misma sentencia que dio al sacerdote Helí: “Porque has hecho más caso de tus hijos que de mí, yo te reprobaré”; ha de condenar a tantos avaros, que no contentándose con la ganancia de los días laborables, profanan también los festivos y obligan a trabajar en ellos a sus dependientes; ha de condenar a tantas jóvenes que prácticamente prefieren la voluntad de sus novios a la voluntad de Dios; ha de condenar a tantos infelices que prefieren el teatro indecente, sin hacer caso de la voluntad de Dios, que los prohíbe.
¡Pobrecitos, preferir una criatura a Dios, que es el Señor de todos ellos! Cuando leo que Esaú vendió la primogenitura por un plato de lentejas, me da lástima viendo por cuán bajo precio vendió un derecho que tanto valía; vosotros que no amáis a Dios me dais más lástima, porque ¿a quién vendéis?, ¿por qué lo vendéis? Examinadlo ahora mismo y poneos bien con Dios, lo antes posible.
b) Caridad al prójimo. — Además, como dije, estamos obligados a amar al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Así lo dijo Jesucristo por San Mateo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y por lo tanto, peca el que se alegra del mal, o tiene pena del bien del prójimo, comprendiéndose en el nombre de prójimo todos los que son capaces del cielo, por malos y pecadores que ahora sean, y aunque sean enemigos nuestros; en la inteligencia de que el que no los ame tampoco amará a Dios, por ser ambos amores inseparables. Y así como no basta amar a Dios solo interiormente, si no lo mostráramos con las obras, así no es suficiente no desear mal al prójimo y quererle bien, si no hay que ejercitar con él las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, que estén a nuestro alcance, dándole, si podemos, limosna, corrigiendo con amor los defectos cuando esperamos que aprovechará el aviso; consolando al afligido enfermo y, sobre todo, no dando a nadie ocasión de pecar con nuestro ejemplo, que es lo que se llama escándalo.
Diréis que amar al prójimo y hacerle bien es muy difícil. Respondo que si en el prójimo miráis solamente su carácter, sus defectos, impaciencias y desagradecimientos, sí que es muy difícil; pero si en él miráis la imagen de Dios, os será fácil.
Santa Isabel vio a un leproso y, movida de su ardiente caridad, lo lleva al palacio, lo acuesta en la cama real, y allí, ella misma, con sus propias manos, comienza a curar con gran diligencia las asquerosas y hediondas llagas del enfermo. Supo el Rey que el leproso estaba acostado en su propia cama y, claro está, se enojó con la Reina y determinó despedir al leproso. Va con este intento a las habitaciones de su esposa, entra en el dormitorio, y ¡qué sorpresa!, en vez de encontrar al leproso, encuentra a Cristo Crucificado. El Rey, herido por la gracia de Dios… se arrodilla y pide perdón a Cristo Nuestro Señor y a su propia esposa, y comenzó a serle fácil lo que hasta entonces le era muy difícil. Si en vuestra esposa veis más que una mujer desgraciada, si en vuestros hijos solamente veis unos chicos desobedientes, si en vuestros criados solo veis hombres interesados, si en vuestros compañeros solamente veis la índole de su carácter, entonces es muy difícil amarles; pero si en tu esposa y en tus hijos y criados y compañeros ves la imagen de Dios; si consideras que lo que haces a ellos lo haces a Dios, entonces te será muy fácil.
San Ambrosio, a un asesino que había atentado contra su vida, le señaló una pensión para que pudiera vivir cómodamente. Santa Catalina de Sena sirvió por mucho tiempo a una señora que le había quitado la fama con calumnias. Se cuenta, además, en la vida de San Juan el Limosnero, que un huésped de Alejandría maltrató injuriosamente a un pariente del Santo; éste le respondió: “Ya que ha sido tan temerario, quiero enseñarle su deber y tratarle de modo que llene de admiración a toda la ciudad”. Y ¿qué hizo? Mandó a su mayordomo que no recibiese nada de lo que aquel huésped debía pagarle todos los años, y toda la ciudad admiró realmente esta extraña venganza del Santo. Así se han vengado todos los santos y así se han santificado.
Entre los deberes, pues, del precepto de la caridad, el primero es amar a todos nuestros prójimos con amor, no solamente interior, todas las señales comunes de benevolencia que manifestamos a nuestros amigos. Debemos saludarles cuando nos saluden, y si nos son superiores, o de condición más elevada, debemos saludarles primero. Y aún cuando sean iguales a nosotros, y sin grave incomodidad podemos saludarles, disipando de este modo el odio que nos tienen, estamos obligados a hacerlo.
La segunda obligación que tenemos hacia el prójimo es hacerle limosna, cuando es pobre, especialmente si es vergonzoso, y nosotros podemos hacerla. Es precepto de Jesucristo: “Formad —decía Él— con vuestras dádivas y limosnas; bolsillos que no se gasten en el tiempo y tesoros que os sirvan para la eternidad”.
Diréis: yo no puedo dar limosna porque tengo hijos y es preciso guardar para ellos. ¿Cuántos hijos tenéis? Siete… Pues recibid a Jesucristo también en el número de vuestros hijos, y haced cuenta que tenéis ocho… Suponed que mañana os quitase Dios un hijo. ¿Haríais por esto más limosnas? Decid, pues, que lo que os retrae de dar limosna es falta de voluntad y no el tener muchos hijos. San Joaquín y Santa Ana tenían distribuidas sus rentas en tres partes: la primera, para la casa y culto de Dios; la segunda, para los pobres, y la tercera, para las necesidades de la casa y la familia… Estos santos esposos conocieron mejor que nosotros las ventajas de la limosna. Oíd algunas de ellas:
La primera es que nos limpia de los pecados, consiguiendo por su medio los auxilio divinos para purgarnos de ellos; la segunda, que por ella merecemos la misericordia y la vida eterna… Venid, benditos de mi Padre —dirá Cristo el día del Juicio final a los que tengan la suerte de estar a su derecha—, venid a poseer el reino de los cielos, que os está preparado desde el principio del mundo; porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis. ¿Pueden darse palabras más eficaces para que nos animemos a dar limosna al pobre y consolar al desgraciado?
Estas ventajas son del orden espiritual; mas como nosotros tenemos tanto ojo a las cosas materiales, apuntaré también otras de otro orden.
La primera, es que aumenta los bienes temporales. Diréis que esto no es verdad; pero yo apelo a los que lo han probado, a la razón teológica, y si sois cristianos, a la promesa de Cristo. Si vosotros, por vuestra desgracia, aún no lo habéis probado, fiaos de los santos y de los varones espirituales que, a millares, dicen que es así, y fiaos de la razón, que es clarísima. Los banqueros de la tierra reciben el 4%. Cristo recibe al 101%, y por añadidura, da después la vida eterna.
Lo que disminuye los bienes temporales y reduce a la indigencia no es la limosna, no: lo que reduce a la indigencia es la crápula, es el lujo, es la holgazanería, es la mala administración. Eso es lo que arruina a las familias.
La segunda ventaja temporal es que el limosnero se hace simpático a los demás. Estando un Padre misionero en un pueblo, murió una señora, y al saberse, acudieron los pobres a la puerta llorando y diciéndose unos a otros: “Ha muerto nuestra madre”. En la plaza, en las calles y en todas las casas del pueblo se repetía sin cesar el mismo panegírico: “Ha muerto nuestra madre”. Si en el pueblo se granjeó esta buena señora tantas simpatías, ¿cuántas no serán las que tendrá a los ojos de Dios?
Como es de tanta importancia esta materia, la ilustraremos con otro ejemplo:
Un niño de padres muy ricos recogía todo el dinero que le daban; tenía ya un buen capitalito, y no cuidaba más que de ir aumentándolo. El padre lo veía, y como era buen cristiano lo amentaba, barruntando que su hijo acabaría por ser un avaro… Habla con el señor Cura y le expone el caso, pidiéndole consejo, y éste le contesta: “Invíteme mañana a comer, y allí lo arreglaremos”. Estando de sobremesa, comienza el Señor Cura a pintar las necesidades del hospital, del hospicio, de los vergonzantes, de los enfermos… El niño oía y callaba. Al fin, le dice el padre: “¡Hijo mío, qué ocasión tan bella para remediar tantas lágrimas!”. El niño ofreció su caudal, y al día siguiente, acompañado del señor Cura y de su padre, fueron a repartirlo a los enfermos. El niño quedó muy contento, y el padre lo estuvo mucho más. Primero, porque así se educaba a su hijo como deben educarlos los padres cristianos y ricos; y segundo, porque aficionando al niño a la limosna, lo hacía simpático a todos los del pueblo y, lo que vale más que todo, lo hacía simpático a Dios.
El tercer deber de la caridad es dar buen ejemplo y no escandalizar al prójimo. En el quinto mandamiento hablaremos del pecado de escándalo y de su gravedad inmensa. Ahora, para que se vea la fuerza del buen ejemplo, contaremos una conversación insigne, y terminaremos con ella esta importante materia de la caridad. Se trata de un militar gentil que, por orden del emperador Constantino, navegaba por el Nilo hacia Alejandría, para unirse al ejército imperial. A causa del viaje y del mareo, los soldados iban medio muertos y muchos enfermos. Habiendo llegado el buque a una ciudad que se encontraba a orillas del río, se acercaron muchos habitantes trayendo para los enfermos y pobrecitos del buque, alimentos y bebidas de todas clases; y eran tan buenos estos habitantes que, al mismo tiempo que les obsequiaban, les consolaban mostrándoles amor y benevolencia. El general estaba pasmado. ¿Qué gente tan nueva es ésta? No conocen a los soldados, no los han de volver a ver y, sin embargo, los tratan con tanto cariño que parecen sus propias madres. “General —le contestaron—, estos son unos hombres que se llaman cristianos, y tienen la profesión de hacer bien a todos por dar gusto a Dios, esperando que, después de la muerte, tendrán su recompensa, en el cielo”. El general continuó su viaje, y terminada la guerra, y vuelto a su casa, preguntó por esos cristianos, se instruyó en su religión, se bautizó, comenzó a practicar la caridad, dio su hacienda a los pobres se retiró al desierto fue allí abad de muchísimos monjes, y al fin murió bendiciendo a Dios y aconsejando a practicar la caridad con el prójimo. Este general fue canonizado, y hoy le conocemos con el nombre de San Pacomio. Aquella razón, hacer bien a todos por dar gusto a Dios, primero lo impresionó fuertemente, después lo convirtió y luego lo hizo un santo. Y la raíz de todo fue el ejemplo que daban los cristianos. ¡Oh, si ahora mismo nos determináramos a dar buen ejemplo y practicar la caridad! ¡El bueno Jesús y su madre santísima nos concedan esta gracia!
IV. — De la Virtud de la Religión
Vamos a ver, por último, en que consiste la virtud de la Religión, a qué nos obliga también el primer mandamiento. Muchas cosas abraza relativas a la honra y culto supremo que se debe solo a Dios; la devoción a Nuestra Señora, a los ángeles y santos; la reverencia a las reliquias e imágenes, y finalmente, el respeto a la Iglesia y otros lugares, personas y cosas consagradas a Dios.
a) Irreligiosidad. — Se peca contra esta virtud por defecto, que es irreligiosidad, y por exceso, que es superstición. Cualquier irreverencia grave contra persona, lugar o cosa sagrada es irreligiosidad, y por lo tanto, el que cometiese pecado contra el sexto mandamiento en lugar sagrado, debe manifestar esta circunstancia en la confesión, porque en ello hay dos pecados, uno de deshonestidad y otro de sacrilegio. También lo comete el que mata o hiere gravemente a otra persona eclesiástica o roba cosa de iglesia, y el que profana los sacramentos, por ejemplo, callando pecados en la confesión o comulgando en pecado mortal. Lo es también faltar al respeto a las reliquias, imágenes, cruces o rosarios, e injuriar gravemente a persona consagrada al Señor.
Respecto a la reverencia en los templos hay que advertir que, aunque no sea sino hablar en ellos sin necesidad, no se puede excusar de pecado venial. Inferid de aquí cuánto ofenden al Señor los que ríen y hablan en la iglesia como si estuvieran en la plaza. Bien lo dio a entender Jesucristo una vez que vio a unos hombres profanando el templo, pues con un látigo los echó de allí. ¿Y cuánto mayor castigo merecían algunas mujeres que se ponen al lado de otras con quieres hablan de cosas vanas? ¿Y qué diré de las que vienen con traje y moda propios de un baile? ¿Qué merecerán? ¿Y qué merecen los jóvenes que, aun en el santo sacrificio de la Misa, no hacen más que mirar a esta y a la otra, ocupando su mente en pensamientos torpes y feos? Bien empleado les estaría si el Señor, con un látigo, los arrojase fuera, diciendo: “Mi casa es casa de oración, y vosotros la habéis convertido en cueva de indecencias”.
b) Superstición. — En la imposibilidad de explicar aquí todas las maneras de superstición que hay, solo trataremos de algunas que aún entre nosotros se suelen introducir. Hacer o decir tal o cual cosa que no puede tener naturalmente virtud para conseguir el efecto que se pretende, por ejemplo, curar de algún mal o hallar cosa perdida, y creer que haciéndolo o diciéndolo se obtendrá lo que se pretende, es superstición, obra del demonio y pecado grave. Decir, pues, ciertas oraciones, puede o no puede ser superstición. Si son aprobadas por la Santa Iglesia, como los Evangelios, el Credo o el Responsorio de San Antonio, y se rezan con esperanza de conseguir algún bien espiritual o temporal, es cosa lícita, buena y agradable a Dios. Pero si son oraciones que la Iglesia tiene mandadas recoger y quemar, y se lleven o dicen con firme creencia de no morir de mala muerte o en pecado, o que antes de morir veremos a la Virgen, o que el tiro que nos disparen no nos dañará, o cosas semejantes, se han de tener por invocaciones tácitas del demonio, y será pecado rezarlas o llevarlas consigo. ¿Sabéis lo que intenta el enemigo con tales supersticiones? Que vivan los hombres aumentando pecados para más seguramente llevarlos al infierno. Si nosotros queremos morir en gracia y asegurar la salvación, cumplamos los divinos preceptos, y el que peque, confiésese pronto y bien. Este es el remedio seguro para no morir de mala muerte. Todas esas y otras patrañas y los signos o palabras de que algunos se sirven para curar males o hallar cosas perdidas, son engaños diabólicos.
Pero yo no pretendo —dicen algunos— con tales signos o palabras ni con tales hierbas curar por arte del demonio. ¿Pues con qué arte pensáis curar? El que ve que esas vanas ceremonias no tienen virtud natural para el intento que pretende, aunque expresamente no invoque al demonio, no puede hacer eso con buena conciencia. Virtud ha dado Dios a las plantas para remedio de las enfermedades o para conservar la salud; y cuando sabemos que alguna es buen para tal cosa, lícito es aplicarla: mas si ninguna conexión tiene con la enfermedad, es superstición usar de ella para remedio.
Hay otros engaños y errores no menos perniciosos, y uno de ellos es creer que hay medios para enamorar o hacer consentir en el pecado. Porque nadie, ni todo el infierno junto, puede obligarnos a consentir en ningún pecado contra nuestra voluntad. Acordémonos de lo que sucedió a San Cipriano con Santa Justina. Siendo el santo todavía gentil y viendo que no lograba seducir a Justina, acudió al arte diabólico, y el demonio confesó que nada podía con los que siguen e imitan a Jesucristo. Por lo cual, despreciándole San Cipriano renunció la idolatría y murió mártir juntamente con la santa. No, no hay hierbas ni medicinas para hacer que ofendamos a Dios. Otros ardides tienen más seguros los enemigos para inducirnos a pecar: conversaciones amorosas, descuidos de padres y madres, estas son las vistas y hechizos que más facilitan las ofensas de Dios y la condenación eterna.
También es error muy grosero de personas ignorantes el achacar a hechizos ciertas enfermedades de niños o animales, sin más motivo que el haberlos tal vez mirado alguna vieja con malos ojos. Nadie crea tales disparates, que sería mal pensado, y mucho peor el andar llamando bruja y hechicera a la que sospechan que fue la causa; porque los males vienen de causa natural, de haber hecho daño la comida o la bebida, o de la intemperie o cosas semejantes, o los permite Dios para castigo de nuestros pecados, o para ejercitar la paciencia, o con otros fines secretos de justicia y misericordia. Convenzámonos de esto y nunca juzguemos mal del prójimo, y si hemos juzgado, confesémonos, y si alguno ha quitado la estimación, obligado queda a restituirla. En fin, vivamos como cristianos, y en las enfermedades y trabajos acudamos al Señor, a la Virgen y a los Santos y de esta manera, hallaremos remedio, alivio y consuelo.
Acordémonos, pues, que el primer mandamiento nos obliga a tener fe, esperanza y caridad, y hacer actos de estas virtudes y de la religión. Demos incesantes gracias al Señor por que nacimos en tierra de cristianos. Apoyemos la esperanza en las promesas divinas, en los méritos de Jesucristo y en nuestras buenas obras. Amemos a Dios y al prójimo. Veneremos al Señor, a la Virgen y a los santos. Respetemos los templos con actos de verdadera religión, y observando de esta suerte la ley divina, lograremos por premio la bienaventuranza eterna.
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