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San Patricio, confesor, obispo y Apóstol de Irlanda (17 de marzo)
San Patricio, apóstol de Irlanda, nació en Escocia en el territorio de la ciudad de Aclud, hoy Dumbrinton, hacia el año 377 del nacimiento de Cristo. Se llamaba su padre Calfurnio, y su madre Conquesa, pariente de San Martín, arzobispo de Tours, los cuales le criaron con tanta piedad, y le educaron tan desde luego en los principios de la religión, así con su doctrina como con sus ejemplos, que el niño Patricio en nada hallaba gusto sino en la oración.
A los dieciséis años de su edad le cogieron unos salteadores de caminos, irlandeses, juntamente con una hermana suya llamada Lupita, y le llevaron cautivo a Irlanda. Lo vendieron a un ciudadano, y en los cinco o seis años que duró su cautiverio, aprendió la lengua y las costumbres del país.
Por las muchas visiones que tuvo en este tiempo, conoció que le llamaba Dios a trabajar en la conversión de los pueblos de Irlanda, y desde luego hizo ánimo de dedicarse a ella. Después de mil acontecimientos que se le presentaron, fue ordenado de sacerdote por el obispo de Pisa, quien le aconsejó que se fuese a echar a los pies del Papa Celestino I, para recibir de su mano el destino de aquella misión. Le recibió el Pontífice con mucha benignidad, alabó su celo, aprobó su ánimo; pero, como acababa de enviar a San Paladio a aquel país, le pareció conveniente suspender la ejecución, y así le mandó que esperase.
Volvió por Auxerre el nuevo apóstol y, recibiendo allí las saludables instrucciones que le dio San Germán para desempeñar felizmente su misión, pasó a Irlanda el año 432. Las milagrosas conversiones que hizo desde luego en el país de Cambra y Cornuaille le determinaron a entrarse en la provincia de Lagenia, donde San Paladio no había hecho fruto alguno. Apenas predicó en ella la fe, cuando tuvo el consuelo de ver convertidas en menos de un año más de las dos terceras partes de la provincia.
Aumentándose la mies, fue preciso que se aumentasen los obreros. Jamás ha habido nación que mostrase mayor ardor por abrazar la fe de Jesucristo. Apenas se dejaba Patricio ver en alguna ciudad o en algún pueblo, cuando los mismos gentiles se daban prisa a echar por tierra los templos que ellos mismos habían levantado, compitiéndose a porfía en hacer pedazos los ídolos.
Leogar, el príncipe más poderoso del país, y el más encaprichado en las supersticiones paganas, empleó todas sus fuerzas y se valió de todos los artificios de los magos para detener los rápidos progresos de la fe, y para poner límites a las victorias que nuestro Santo conseguía cada día del paganismo; pero todos sus artificios no sirvieron más que para hacer más floreciente la religión cristiana, y más célebre el nombre de San Patricio. Un numeroso ejército de gentiles, que venía a echarse sobre los cristianos congregados por el Santo en una espaciosa llanura, fue enteramente disipado por los truenos y por los rayos que cayeron sobre él, estando el cielo muy sereno. Deshizo todos los embustes y prestigios de los hechiceros; obedecían a su voz los vientos y las tempestades; se desvanecían las dolencias haciendo sobre los enfermos la señal de la cruz, y sus discípulos gozaban el mismo don: para Patricio no había cosa secreta; y hasta la misma muerte soltaba la presa a la voz de su oración.
Pero, creciendo cada día inmensamente el número de los fieles, era menester proveer de nuevos pastores al nuevo rebaño; lo que obligó al Santo a hacer otro viaje a Roma el año 444. Le recibió el gran pontífice San León como lo merecía un apóstol.
Vuelto a Irlanda con la recluta de nuevos operarios, los distribuyó en las provincias de Langenia, de Media, de Connacia, de Momonia, y ordenó gran número de obispos para las nuevas diócesis de Laghlin, de Fernes, de Douna, de Kilmor, de Gallovay, de Limerik, de Media, de Cashel, de Toam, de Wateford y, volviendo a Ultonia, levantó la célebre iglesia de Armagh, erigiéndola en Silla metropolitana y primada de toda Irlanda. Pasó después a las islas adyacentes, y todas las conquistó para Jesucristo. Hizo cuarto viaje a Roma para obtener de la Silla Apostólica la confirmación y distribución de los obispos que había erigido, los títulos y privilegios de las iglesias como los había arreglado, y a su vuelta de este viaje celebró en Armagh el primer Concilio.
Apenas fuera creíble que nuestro Santo pudiese obrar tantas maravillas, o no rendirse al peso de tantos trabajos, si no se supiera que para los hombres apostólicos están reservadas gracias muy particulares y auxilios muy extraordinarios. Pero lo que se hace más inverosímil, siendo con todo eso muy verdadero, es que tantas y tan portentosas fatigas no bastaron para saciar el ardiente deseo que tenía de padecer por Jesucristo, ni pudieron satisfacer la amorosa ansia que tenía por la penitencia.
Traía siempre un áspero cilicio, ayunaba rigurosamente todo el año, hacía a pie todos los viajes; y, aunque oprimido de la solicitud pastoral y del gobierno de todas las iglesias de Irlanda, todos los días rezaba el Salterio entero con más de doscientas oraciones, y se postraba trescientas veces cada día para adorar a Dios, haciendo cien veces la señal de la cruz en cada hora canónica. Tenía distribuida la noche en tres tiempos diferentes. El primero lo empleaba en rezar cien salmos y en hacer doscientas genuflexiones. El segundo lo ocupaba en rezar cincuenta salmos metido en un estanque de agua helada hasta la garganta, y lo restante estaba destinado para tomar un poco de reposo sobre una dura piedra. Estos fueron los principales medios de que se valió San Patricio para ganar a Jesucristo tantos pueblos, y para convertir a los pecadores y a los idólatras.
Pero no solo convirtió a la fe a aquellos pueblos, sino que también los cultivó, los pulió, los civilizó. Halló Patricio en aquella isla unos pueblos tan necios y tan groseros, que apenas sabían hablar, y ninguno de ellos sabía escribir; el Santo les enseñó, los industrió, y en poco tiempo los hizo capaces de aprender, no solamente las más bellas artes, sino también las más elevadas ciencias.
En fin, colmado de merecimientos, respetado aun de los mismos gentiles, y lleno de alegría, viendo el floreciente estado en que dejaba en Irlanda el Reino de Jesucristo, a los 84 años de su edad (aunque algunos historiadores le dan 130), pasó a recibir en el Cielo la corona de sus trabajos el año 460 o 461. Murió en su monasterio de Saball, habiendo edificado 365 iglesias, consagrado otros tantos obispos en los 25 o 30 años que él lo fue, y ordenado casi 3.000 presbíteros. Fue sepultado en la iglesia de la ciudad de Douna, donde fue honrado de los pueblos que concurrían en tropas a venerar su sepulcro, haciéndole muy célebre el Señor con innumerables milagros; hasta que en tiempo de Enrique VIII, rey de Inglaterra, fue destruida la iglesia de Douna por Leonardo Grey, marqués de Dorset y virrey de Irlanda, el cual pagó el delito de su sacrilegio sobre un cadalso, en que le cortaron la cabeza el año 1541.
PROPÓSITOS
1. Todos los estados son otros tantos caminos diferentes que, según el orden de la Divina Providencia, nos guían a nuestro último fin. Es tentación imaginar que se viviría mejor en otro estado que en el que cada uno profesa. Pernicioso error ocupar el pensamiento en lo que se haría en otra profesión y no pensar en cumplir con las obligaciones de aquella en que se está. Pocos artificios hay que le salgan mejor al enemigo de nuestra salvación que el de esta engañosa inquietud. Por ahora solo te quiere Dios en el estado de vida en que te hallas; solo has de pensar en desempeñar bien sus obligaciones. Desprecia como ilusión perniciosísima todas esas inconstancias del corazón y del ánimo que consume inútilmente el alma con vanos arrepentimientos y con frívolos deseos, una vez que ya abrazaste un estado. Aplícate únicamente a dar el debido lleno a sus obligaciones, examinando hoy en particular cuáles son éstas, y cuáles son también aquellas en que tú te descuidaste más.
2. Es devoción utilísima la de rezar todas las mañanas alguna oración particular, pidiendo a Dios gracia para cumplir con las obligaciones del estado de cada uno.
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