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La dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo (18 de noviembre)
[Nota: Se debe aclarar de que el Vaticano fue apoderado por los enemigos de la Iglesia católica y una falsa iglesia está ahora en Roma. Para más información lea nuestro libro: La verdad de lo que le ocurrió a la Iglesia católica después del Vaticano II].
Dice Dios en la Escritura que glorificará a todos los que le glorificaren; pero los que le menospreciaren a Él serán ellos mismos menospreciados. La verdad de este oráculo se renueva visiblemente en la solemnidad de este día. Al mismo tiempo que los Césares, enemigos del nombre cristiano, orgullosos dueños de todo el universo, revestidos con toda la majestad de su imperio, a cuyo solo nombre doblaba la rodilla toda la tierra, yacen hoy sepultados en un eterno olvido sin que de toda su pomposa dignidad haya quedado mas que el menosprecio general de su memoria; al mismo tiempo que sus cenizas, confundidas con las del esclavo más vil, son desprecio de los pies o asqueroso horror de la vida. Los templos del Dios vivo, a quienes ellos persiguieron, se elevaron sobre las ruinas de sus mismos trofeos. Los sepulcros de aquellos héroes cristianos, a quienes el mundo persiguió, y parecían tan viles, tan despreciables a sus achacosos ojos, son hoy celebrados y lamosos en todo el universo, haciendo Dios venerable su nombre y su memoria, tanto que, no contento con hacerlos reinar en su compañía en el cielo, quiso que fuesen objeto digno del culto y veneración de los fieles, glorificando sus mismas cenizas, y haciendo glorioso en la tierra su sepulcro.
Pero entre todos los lugares del mundo cristiano, ilustrados con la sangre de los mártires, ninguno más célebre, ninguno más respetable, ninguno hubo jamás tan venerado como aquella parte del Vaticano que fue consagrada con la sangre del príncipe de los apóstoles.
Luego que San Pedro, cabeza visible de la Iglesia de Jesucristo, consumó su glorioso martirio; luego que San Pablo—astro luminoso y de primera magnitud, doctor insigue de la gente, terminó su carrera con victorioso triunfo—se vieron concurrir de todas partes los cristianos a venerar aquellas sagradas reliquias. Desde entonces se consideró la ciudad de Roma mucho más rica, mucho más ilustre por depositaría de aquellos sagrados despojos, que por todos los otros soberbios monumentos de la vanidad pagana.
El sepulcro de San Pedro sobre el monte Vaticano, que desde entonces se llamó la confesión de San Pedro; y el de San Pablo en el camino de Ostia, a las orillas del Tíber, fueron el objeto más célebre de la veneración de los fieles, y el término más frecuente de sus devotas peregrinaciones. Venían a buscar, dicen los padres, entre aquellas frías cenizas aquel mismo sagrado fuego que a ellos abrasó; y el mismo corazón sentía irse avivando la fe que habían predicado aquellos adalides de la religión. Acobardados los fieles con las persecuciones de los tres primeros siglos, contenían su veneración en los ahogados términos de un culto cauteloso y reservado, sin libertad para explicarla en demostraciones de su magnificencia. A la verdad, era cada día mayor el que tributaban a aquellas preciosas reliquias, aunque no era lícito a su devoción ni a su celo desahogarse en públicos monumentos. Mas luego que el emperador Constantino, con su milagrosa conversión, restituyó la paz a la Iglesia, fue el primer cuidado del religioso emperador sacar de la oscuridad aquellos venerables tesoros tan estimados y tan amados de todos los fieles.
Quiso acreditar aquel gran príncipe su religión y su veneración a los sagrados apóstoles con una acción tan señalada, que le hizo mayor y más glorioso que cuantas ilustres y grandes victorias había conseguido de sus enemigos. Luego que se trazó el plan de la célebre iglesia de San Pedro en el Vaticano, se dice que el piadoso emperador, depuesta la diadema y púrpura imperial a los pies del santo apóstol, tomó un azadón, dio principio a abrir los cimientos, y sacó doce espuertas de tierra que él mismo llevó en sus imperiales hombros, dejando al mundo cristiano este ejemplo de piedad que eternizará su memoria. Y ¿qué dificultad puede haber en creer esto de un príncipe tan religioso como el grande Constantino, cuando no la hay en creérselo a Suetonio que afirma otra tanto de Vespasiano al tiempo que se reedificó el templo de Júpiter Gapitolino?
Se acabó pronto aquella iglesia, como también la otra que el mismo emperador mandó fabricar en honor del apóstol San Pablo, extramuros de la ciudad de Roma en el camino que va a Ostia. Concluidas las dos suntuosas basílicas, las consagró el Papa San Silvestre, haciendo la dedicación con tanta solemnidad y con tanto concurso de gente, que se puede decir fue uno de los mayores triunfos de la Iglesia; y esta solemnísima dedicación es lo que se celebra este día.
San Optato, obispo de Mileva, que vivía en tiempo del pontífice San Dámaso, dice que las iglesias de los dos santos apóstoles eran dos memorias o dos templos abiertos siempre a los católicos, y siempre cerrados para los herejes y para los cismáticos, de suerte que entrar en aquellas dos sagradas basílicas, y tener parte en las oraciones y en los sacrificios que se celebraban en ellas, era lo mismo que comunicar con la Iglesia católica. Por eso, todos los que concurrían a Roma daban principio a sus devociones visitando la iglesia de San Pedro, y los que no entraban en ella se reputaban por cismáticos, según la observación del cardenal Baronio.
Fue tan venerada en todo tiempo esta iglesia y la de San Pablo, que al llegar a ellas todos se postraban a la entrada besando las puertas por devoción, y de ahí viene que hasta el día de hoy se dice que van ad limina apostolorum, de los peregrinos que van a Roma, porque limen, entre los antiguos, significaba la puerta de una iglesia, y también la iglesia misma. ¿No ves, dice San Juan Crisóstomo, con qué devoción, con qué respeto besan los fieles la entrada de ese sagrado templo? San Paulino, y después de él San Gregorio Turonense, nos informan de lo célebre que eran en el mundo las basílicas del príncipe de los apóstoles y de San Pablo por la santidad de los lugares, y por la religión y concurso de los pueblos. La historia eclesiástica nos pone a la vista innumerables ejemplos de la veneración con que los príncipes de la tierra, las gentes más separadas de nosotros, y hasta los mismos bárbaros, tanto herejes como infieles, honraron en todos tiempos a aquellos sagrados lugares. Los Godos, conducidos por Marico, en tiempo del emperador Honorio, desolaron toda la Italia, se apoderaron de Roma el año de 409, saquearon y quemaron toda la ciudad; pero no osaron tocar a las dos célebres basílicas.
Aunque la iglesia de San Pedro en el Vaticano fue verdaderamente augusta desde aquellos primeros tiempos, con todo eso no pareció después ni tan capaz, ni tan magnifica como correspondía a la santidad de aquel sitio, ni al inmenso concurso de peregrinos como la venían a visitar de todas las naciones del universo. Por eso, muchos siglos después pensaron diferentes papas era dar mayor extensión al edificio, haciéndole una de las maravillas del mundo, o uno de sus mas ostentosos y mas soberbios monumentos. Pero hasta el siglo XV no se tomó con eficacia la resolución de renovarle en todas sus partes. Nicolao V mandó abrir los cimientos hacia el año de 1456; Sixto IV hizo trabajar en ellos; y Julio II, prefiriendo a otros muchos el diseño que le presentó Bramante Lázari, famoso arquitecto, dio principio a aquel soberbio edificio el año de 1506, haciendo la ceremonia de poner él mismo la primera piedra, con grande solemnidad, el día 18 de abril del mismo año. A Bramante Lázari, que murió el año de 1514, sucedió el célebre Rafael de Urbano o de Urbina, tan hábil arquitecto como pintor, el año de 1534. El Papa Paulo III encargó la continuación de aquella empresa al famoso Miguel Ángel Bonarota. Usando este del pleno poder que el pontífice le había concedido, trazó otro modelo de arquitectura más soberbia, más moderna y de más preciosos materiales. A Miguel Ángel sustituyó Jacobo Barozzi el año de 1564, y a este sucedieron Jacobo la Porta, Maderna y el caballero Bermini, que acabó aquella grande obra en el pontificado de Paulo V. Pero quien lo perfeccionó fue el Papa Urbano VIII, y fue también quien hizo la más solemne dedicación que jamás se había hecho el mismo día en que se celebra la dedicación de la Iglesia antigua: de manera que la célebre iglesia de San Pedro en el Vaticano, que hoy se coloca en la clase de los más soberbios edificios del universo, y se cuenta en el número de las maravillas del mundo, fue obra de 120 años, en vida de veinte pontífices; pero los que más contribuyeron a ella fueron Julio II, León X, Paulo III, Sixto IV, Clemente VIII, Paulo V y Urbano VIII.
Esta magnífica iglesia, centro de la unidad y madre de todas las otras, toda es de mármol por dentro, y por fuera cubierta de plomo y de bronce dorado.
Se admiran en ella excelentes pinturas, columnas de mármol, inmensas riquezas, y en aquella vastísima capacidad una proporción que es el último esmero del arte. El pórtico de esta iglesia se eleva hasta veinte y cuatro toesas, y su arquitectura es del orden jónico. Forma un pórtico soberbio de bóveda dorada que se extiende a toda la longitud del portal; y sobre el pórtico se sostiene una magnífica galería, adonde todos los años sale Su Santidad el jueves santo y el día de Pascua a dar la bendición al pueblo que está de rodillas en la plaza vaticana. Se lee una inscripción latina en que se dice que el Papa Paulo V mandó fabricar aquel portal el año de 1612. De las cinco puertas que tiene, la de en medio es de bronce, y la que está a mano derecha es la que se llama la Puerta santa, porque solo se abre el año santo; llamándose así el año del jubileo grande que se celebra de veinte y cinco en veinte y cinco años. El diseño y el plan de este augusto edificio representa la figura de una cruz, cuyo mástil o cuya longitud es de cerca de cien toesas, y la latitud o los brazos son de sesenta y seis. En el centro de estos brazos se eleva la cúpula a la altura de cincuenta y cinco toesas; pero el resto de la bóveda en toda la iglesia solo se levanta veinte y cuatro. Todo el pavimento es de mármol, y la bóveda dorada. En medio de los brazos se descubre el altar mayor bajo la misma cúpula del cimborio. No hay en el mundo cosa que iguale a la magnificencia y a la suntuosidad de este altar, ni al rico dosel de bronce con que le mandó cubrir el Papa Urbano VIII.
Después de la elección del papa se le conduce a este altar, y en él es reconocido por sucesor de San Pedro. Ninguno puede decir misa en él sino el sumo pontífice, o a quien dé expresa licencia para celebrarla. Debajo del mismo altar está la confesión de San Pedro; porque así se llamó siempre el sepulcro donde descansa el cuerpo del santo apóstol.
La plaza que está delante de la misma iglesia es también la admiración de los extranjeros. El diseño fue del caballero Bermini, y el Papa Alejandro VIl le mandó ejecutar. Le rodea una hermosa galería, y es toda ella de figura oval, con trescientos pasos de largo, y doscientos y veinte de ancho. Trescientas veinte y cuatro columnas sostienen la galería enriquecida con una balaustrada en que se dejan ver las estatuas de los doce apóstoles, con las de otros muchos santos, hasta el número de ochenta y ocho, y las armas de Alejandro VIl. Se eleva en medio de esta plaza, entre dos hermosas fuentes, la pirámide o el obelisco… El remate de la pirámide era en otro tiempo la urna donde estaban las cenizas de Julio César; pero hoy la remata una cruz de bronce. La iglesia de San Pablo, extramuros, es también de singular veneración, y muy frecuentada de los fieles.
La dedicación de estas dos célebres basílicas es la que solemniza hoy la Iglesia en todo el universo, y no hay quien ignore ni el objeto ni el fin de esta solemnidad. Ya se sabe que la dedicación de una iglesia es un acto exterior de religión que siempre debe hacer un obispo; en cuya virtud un edificio material, por particular bendición, se convierte en
casa de Dios, en la cual deben los fieles rendirle aquel religioso culto que es tan debido a su adorable Majestad. Y estando los templos destinados, por especial institución, al servicio de Dios para reverenciarle singularmente en ellos, su dedicación es acto de religión que los convierte en casa especial, palacio sagrado, y como santuario adonde pueden entrar todos los fieles para tributar a Dios la veneración, el homenaje y la adoración que le corresponde como a soberano Señor de cielo y tierra.
Hablando Eusebio de las dedicaciones que se celebraron en las ciudades principales del mundo luego que el emperador Constantino dio permiso para que se erigiesen templos públicos al verdadero Dios, dice que nunca se habían visto fiestas más solemnes, ni donde se hiciese más visible el regocijo de los pueblos que en aquellas dedicaciones. Se concurría a ellas de las provincias más remotas, teniéndose por dichosos los príncipes y los reyes que se hallaban presentes a tan religiosas solemnidades, y los obispos acudían
en gran número. Estas palabras de Eusebio deben hacernos observar que la alegría y la solemnidad de las dedicaciones no se fundan en el edificio material de los templos por suntuoso, por magnífico que sea, sino en la unión, concordia y caridad que une a todos los hombres en un templo vivo, de que solo son figura los templos materiales; juntándose los emperadores con los obispos, los obispos y el clero con los pueblos, los pueblos, las provincias y los reinos diversos entre sí para ofrecerse todos juntos a Dios, ofreciéndole una víctima inmortal y divina que es el mismo Jesucristo. Y esta primitiva solemnidad es la que se celebra el día de hoy en la fiesta de las dedicaciones.
Cayo, presbítero de la iglesia romana, famoso teólogo, que florecía al fin del segundo siglo, asegura que ya entonces se veneraban los dos sepulcros de los santos apóstoles San Pedro y San Pablo como dos gloriosos trofeos y antemurales de la religión cristiana.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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