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La vigilia de Navidad (24 de diciembre)
Siendo la fiesta del nacimiento temporal del Salvador del mundo, que vulgarmente llamamos Navidad, de la palabra latina nativitas que significa nacimiento, una de las más antiguas y más solemnes en la Iglesia, no debe admirarnos el que la vigilia haya sido mirada en todos tiempos como un día solemne, y como una solemnidad privilegiada. La misa, el oficio, todo se dirige a inspirarnos una gran veneración a este gran día; y el número de homilías y de discursos de los santos padres dan bastantemente a conocer la devoción con que en todos tiempos han celebrado los fieles la vigilia de Navidad. Se ha podido ver en el día 14 de agosto, vigilia de la Asunción de la Santísima Virgen, el origen y el espíritu de estas vigilias, que se pasaban en la iglesia la noche que precedía a las fiestas solemnes, y que siempre iban acompañadas de ayuno para preparar a los fieles con la oración y la penitencia a celebrar dignamente estas solemnidades. Después la Iglesia ha abolido estas asambleas nocturnas por el abuso que se hacia de ellas muchas veces, y no ha conservado esta costumbre sino en la vigilia de Navidad.
A la verdad, como el adviento no es otra cosa en el uso y en el espíritu de la Iglesia que un tiempo prescrito antes de Navidad para prepararnos con ejercicios de devoción a hacernos favorable el advenimiento o la venida de Jesucristo (pues esto significa la palabra adviento), se puede decir que todo el tiempo de adviento no es otra cosa que una vigilia de la fiesta de Navidad; así como el tiempo de cuaresma puede llamarse en el mismo sentido la vigilia o preparación para la solemnidad del santo día de Pascua: este es el espíritu con que tantas ordenes religiosas y tantas personas devotas santifican el tiempo de adviento con el ayuno y con la observancia de muchos ejercicios de religión; pero de todo el tiempo de adviento ningún día debe ser tan santo como el que precede al nacimiento del Salvador del mundo. La Iglesia le mira como que hace una parte de la celebridad de esta fiesta: el oficio de él le hace doble desde laudes, que quiere decir desde el amanecer, cuando en las otras vigilias el oficio doble no comienza hasta vísperas.
El espíritu y la intención de la Iglesia en esta institución es mover y llevar los fieles a santificar este día con todos los ejercicios de devoción que pueden servir de preparación para esta gran fiesta. Antiguamente toda obra servil y todo trabajo corporal cesaba la vigilia de Navidad; después se han contentado las gentes con cerrar los tribunales desde este día hasta el día después de Reyes; pero la Iglesia al dispensar en la cesación del trabajo, no ha pretendido dispensarnos de los ejercicios de piedad y de penitencia. Como cuando nació el Salvador fue hacia media noche, la Iglesia destina todo el día precedente para prepararnos a celebrar este dichoso nacimiento, pedido, deseado y suspirado por tantos siglos.
Ninguna cosa es más propia para hacernos entrar con el espíritu de la Iglesia en la solemnidad de este día, que las expresiones tan dulces y tan llenas de consuelo de que se sirve en el oficio de este día y en la misa. Parece que ha reunido en estos actos de religión cuanto hay en la Escritura de más tierno, de más patético y más capaz de mover, tocante al nacimiento del Mesías. Votos de los santos patriarcas, deseos ardientes y enigmáticos de los profetas, figuras sagradas, acontecimientos misteriosos, símbolos proféticos, todo se reúne el día de hoy: de todo se hace como un resumen para excitar la confianza, la esperanza y la fe en el corazón de los cristianos; y todo conspira a hacer sentir aquel gozo puro, que hace olvidar las amarguras del destierro a los fieles.
Hodie scietis, quia veniet Dominus, et salvabit nos, canta la Iglesia en el invitatorio y en el introito de la misa de este día, et mane videbilis gloriam ejus: Hoy sabréis que vendrá el Señor, y os salvará, y mañana veréis su gloria. Estas palabras, tan llenas de consuelo, las ha tomado la Iglesia del Éxodo. Pueblo de Judea y de Jerusalén, no gimáis ya por vuestro destierro, cesen vuestros lloros y vuestros sustos, mañana tendréis un Salvador que os sacará de esta triste región de llanto. Alegraos, pueblos del universo, porque la iniquidad que inunda toda la tierra, se debe borrar mañana por el nacimiento del Salvador del mundo que viene a reinar sobre nosotros. ¡Qué dicha y qué gozo! Dominus veniet, el Señor vendrá en persona, salgan al encuentro, diciendo: Dios todopoderoso, Príncipe de la paz, soberano Señor del cielo y de la tierra, cuyo supremo poder y cuyo reino no tendrá jamás fin, como tampoco ha tenido principio. Hasta aquí es la Iglesia la que habla en el oficio de este día. Finalmente, consolaos porque la dilación no es grande. Mañana, sí, mañana seréis salvos; el Señor es quien lo dice, el Dios de los ejércitos os lo promete.
Como el día, según el lenguaje de la Escritura, empieza desde la tarde que le precede (lo que observaba David cuando empezaba también los días que consagraba al servicio de Dios por la tarde del día antes: a la tarde, a la mañana y al mediodía cantaré sus alabanzas, le expondré mis miserias, y oirá mis votos), la Iglesia ha guardado siempre este estilo, y en consecuencia de este uso empieza sus fiestas por las primeras vísperas, es decir, desde la tarde, o después del mediodía del día antecedente, que es la vigilia, y de aquí viene que las segundas vísperas nunca son tan solemnes como las primeras. A vespera usque ad vesperam dies dominica servetur, dice el canon 21 del concilio de Francfort. Las que la Iglesia canta en esta tarde, como que son el principio de la solemnidad de mañana, no nos inspiran menores sentimientos de devoción, de gozo y de confianza.
El rey pacífico, esto es, el supremo Señor del universo, que viene a establecer la paz entre Dios y los hombres, cuya venida esperan con una santa impaciencia todos los verdaderos hijos de Dios para ser librados del yugo del pecado; este Dios, este Salvador ha hecho ostentación de su grandeza en su nacimiento temporal. Este Rey pacífico, cuyo nacimiento os parece tan oscuro, es más glorioso en este lugar vil y despreciable, en que ha querido nacer, que todos los monarcas del mundo ¡en sus soberbios palacios! Pues toda la magnificencia de los palacios de los reyes no los saca de la condición de puros hombres; pero la pobreza del pesebre en que el Salvador acaba de nacer, no le quita el que sea el solo verdadero Dios. En fin, llegó el tiempo en que María debía dar al mundo a su Hijo; ya se han cumplido las profecías de Jacob y de Daniel, tocantes al Mesías. El reino que habían ocupado los descendientes de Judas había pasado a Herodes Ascalonita, idumeo de nación, y las setenta semanas predichas por Daniel habían expirado, luego el tiempo del nacimiento del Mesías había llegado, y así añade la Iglesia: Sabed que el reino de Dios está cerca; en verdad os digo que no tardará, pues el Salvador, el verdadero Hijo de Dios, el verdadero Mesías debe nacer dentro de pocas horas. ¿Con qué sentimientos de religión, de gozo, de amor y de respeto no debemos prepararnos y disponernos para recibirle? ¿Hay en todo el año día más digno de la devoción de los fieles? En fin, para excitar a los fieles a que aviven sus votos, su piedad y sus ansias para que venga el Salvador del mundo, clama la Iglesia al acabar el oficio de este día: Levantad vuestras cabezas, mirad que se acerca vuestra redención.
¡Cuántos preparativos para el nacimiento de un príncipe, no se hacen tantos para el de Jesucristo! A los fieles toca indemnizarle hoy de la indiferencia, del olvido, y también del menosprecio que se hizo de él aún antes que naciera, pues la Santísima Virgen, su madre, y San José, que llegaron a Belén la tarde de este día, no hallaron en lodos los mesones y hospicios de la ciudad un rincón en que alojarse: una vieja majada fuera de la ciudad, que servía de establo a las bestias, fue el solo alojamiento que pudo escoger el dueño soberano del universo. Es fácil imaginar cuáles fueron los sentimientos interiores de María, su divina madre, todo el tiempo que aguardó la hora de su parto.
Este día ha sido en todos tiempos un día privilegiado y célebre en toda la Iglesia: en muchas partes era día de fiesta, a lo menos después de mediodía, o desde las primeras vísperas. Después se ha contentado la Iglesia con prohibir este día todo negocio forense, y hacerle por la tarde fiesta de consejo.
San Agustín quiere que se santifique el domingo y las fiestas, como Dios lo había mandado antiguamente respecto del sábado, desde las primeras vísperas hasta la tarde del día siguiente, empleando la noche y el día en alabar a Dios, y asistiendo a las vísperas y a las vigilias (Serm. 25, Temp.); y si no se puede acudir a la iglesia, añade el mismo padre, a lo menos empléese cada uno en su casa en ejercicios de piedad durante la noche, pero por el día nadie deje de oír misa. ¡Qué indignidad, o por mejor decir, qué vergüenza estarse en casa mientras los demás están en la iglesia! Hasta aquí San Agustín. Y a la verdad, cuando se abolieron las vigilias públicas que se hacían en las iglesias por los abusos y desórdenes que se cometían con ocasión de estas devociones nocturnas, no se dispensó a los fieles de la obligación de rogar a Dios más tiempo, de ayunar y de emplear una parte de la vigilia en ejercicios de devoción y en buenas obras.
La vigilia de Navidad es la única que la Iglesia ha conservado sin innovar nada; la solemnidad del día, la grandeza y la santidad del misterio pedían esta distinción. Pero ¡qué impiedad si se profanara un tiempo tan sagrado con introducciones irreligiosas! ¡Y qué delito no sería profanar con disoluciones o irreverencias, enteramente paganas, la sola vigilia de todo el año que la Iglesia ha querido hacer pública, y el tiempo en que nació Jesucristo! ¡Cuántos, después de haber llenado el estómago de viandas y de vino en una colación en que la tolerancia de los prelados permite tomar alguna cosa de más en señal de alegría, o en atención al mayor trabajo que se tiene esta noche en la iglesia; cuántos de estos, digo, después de haber hecho de la colación una espléndida cena, van después al templo a dormir, a bostezar, y aún a vomitar; mientras los demás están dando gracias a Dios, por el beneficio grande que les acaba de hacer de venir a vivir entre los hombres después de haberse hecho hombre!
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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