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San Martín de Tours, obispo y confesor (11 de noviembre)
Nacimiento: 316 en Panonia, actual Szombathely, Hungría
Muerte: 397 en Candes, actual Candes-Saint-Martin, Francia, a los 46 años de edad
Beatificación: 16 septiembre de 1602 por el Papa Clemente VIII
Canonización: 1 de noviembre de 1610 por el Papa Paulo V
Ocupación: Obispo de Tours
Fue San Martín originario de Sabaria en Panonia. Siendo de edad de diez años, contra la voluntad de sus padres, que eran gentiles (paganos), fue en busca del sacerdote de los cristianos, y se alistó en el catálogo de los catecúmenos. Su padre, tribuno de una legión, procuró desviarle del culto del verdadero Dios; pero nada pueden los esfuerzos de los hombres cuando el Señor quiere apoderarse de un corazón. Luego que cumplió doce años pensó en retirarse a un desierto, y la dejó de hacer precisamente por las pocas fuerzas de su tierna edad. Poco tiempo después, en virtud de un decreto imperial, fue alistada en una compañía de caballos, como hijo de la tropa y de un oficial veterano. A los quince años sirvió en el ejército de Constancio, y después en el de Juliano Apóstata. Aún no había recibido el bautismo, y no obstante evitó todos los desórdenes que tan frecuentemente acompañan la profesión de las armas, haciendo una vida de religioso en traje de soldado. Era su virtud sobresaliente la caridad con los pobres. Entrando un día de invierno muy riguroso en la ciudad de Amiens, encontró a un pobre desnudo, temblando y traspasado de frío; le pidió limosna y, no teniendo qué darle, se enterneció extrañamente su compasivo corazón a vista de aquella necesidad. Pero como la caridad es fecunda en arbitrios y en recursos, sacó la espada, cortó la capa por el medio, y dio la mitad al traspasado mendigo.
Sus camaradas comenzaron a burlarse de la liberalidad del catecúmeno; pero Martín nunca se dejó ver más de gala que con aquella media capa, librea magnífica que publicaba a todos su caridad con Jesucristo; espectáculo verdaderamente digno ver a un simple catecúmeno revestido de la caridad del Salvador hasta interesarse en los trabajos de sus miembros a costa de su propia persona. Pero ¿quién perdió jamás lo que dio al mismo Jesucristo? La noche siguiente se apareció en sueños a San Martín el Salvador, diciendo a los ángeles que le acompañaban: Martín, siendo todavía catecúmeno, me cubría con este vestido.
Después de este favor se resolvió a dejar el servicio del rey de la tierra para tomar partido en las tropas del Rey del Cielo, y contrajo con Jesucristo el empeño de una eterna fidelidad recibiendo el santo bautismo. Hecho esto, solamente pensó en retirarse de la milicia, y le pareció buena ocasión la de un día en que el apóstata Juliano repartía a los soldados una paga extraordinaria para empeñarlos más en hacer su deber en una irrupción de bárbaros. Martín, en lugar de recibir la paga, pidió su licencia; pero notándole de cobarde, porque solicitaba retirarse casi en la víspera de una batalla, respondió generosamente: Asegúreseme hasta el día de la función, póngaseme entonces delante de las primeras filas sin otras armas que la señal de la cruz, y entonces se verá si temo a los enemigos ni a la muerte. Se tuvo la proposición por fanfarronada militar, y se le aseguró para hacer la experiencia; pero aquella misma noche pidieron los bárbaros la paz y se retiraron.
Dejó, pues, las armas para dedicarse enteramente al servicio de Jesucristo; y habiendo oído hablar de la virtud de San Hilario, Obispo de Poitiers, fue en busca suya para aprender en la escuela de tan grande maestro las máximas de la vida interior. Hizo tantos progresos en la virtud, que San Hilario le quiso ordenar de diácono; pero él se contentó con el grado de exorcista, siendo todo lo que por entonces se pudo conseguir de su humildad. Le dió el Señor a entender ser voluntad suya que hiciese un viaje a su tierra para convertir a sus padres, que todavía eran idólatras. Al pasar los Alpes cayó en manos de los ladrones; uno de ellos levantó el brazo para hendirle la cabeza, pero otro compañero le detuvo; lo maniataron y encargaron su custodia a uno de la cuadrilla; éste le preguntó quién era, y Martín le respondió: Yo soy cristiano. Le replicó el ladrón: ¿Tienes miedo?—Nunca tuve menos, repuso el Santo, porque Dios asiste en los peligros. Quedó aquel hombre tan pasmado a vista de aquella constancia y heroica magnanimidad, que no solo dejó la profesión de ladrón para vivir cristianamente, sino que se hizo religioso para dedicarse enteramente a Dios, y de su misma boca se supo después este suceso. Llegó a Hungría, convirtió a su madre y a otras muchas personas; pero no pudo reducir a su padre, y el desventurado viejo murió en su ceguedad y obstinación. Allí defendió la fe católica contra los arríanos, que al cabo le echaron del país, después de haberle azotado públicamente. Se dirigió a Milán y se encerró en un monasterio; pero la facción de los arríanos también le arrojó de él. Se retiró a una isla del mar Tirreno, donde por mucho tiempo se sustentó con las hierbas del campo. En una ocasión comió acónito sin conocerle; pero, sintiendo el efecto del veneno que le despedazaba las entrañas, hizo oración y quedó libre. Volvió a las Galias en busca de San Hilario; edificó junto a Poitiers un monasterio; y viviendo en él santísimamente, en compañía de algunos monjes, resucitó a un catecúmeno que había muerto sin recibir el bautismo y vivió después muchos años. Poco tiempo después resucitó otro criado de Lupiciano, señor principal, que se había ahorcado, suspendiendo Dios su juicio por las oraciones de nuestro Santo, y haciendo uno de aquellos extraordinarios prodigios de su misericordia que nos deben servir de ejemplo a todos los pecadores.
Habiendo vacado el obispado de Tours por muerte de su Obispo, pusieron los ojos en San Martín para que ocupase aquella Silla; pero como se sabía muy bien su repugnancia a todo lo que sonaba a dignidad, le sacaron del monasterio con pretexto de que fuese a visitar a un enfermo, y los diputados de Tours se apoderaron de él por fuerza, a pesar de todas sus representaciones. Le colocó en el empleo episcopal la vocación legítima de Dios, y correspondió con la santidad de la vida a la excelencia del ministerio, sabiendo unir con todas las virtudes episcopales las que eran propias de la profesión de monje. Edificó cerca de Tours un monasterio, que hoy se llama Marmoustier, adonde se retiraba cuando se lo permitían los cuidados de la dignidad. Le comía el celo de la Casa de Dios; a imitación del de Elías, no paró hasta consumir todos los ídolos del gentilismo. No es fácil referir todos los triunfos que consiguió de los gentiles. Queriendo echar a tierra una encina que los paganos tenían consagrada al demonio, se opusieron a su celo los infieles; y el más atrevido de todos le dijo que ellos mismos lo cortarían y darían con el pie, con tal que, al tiempo de caer, lo recibiese él sobre sus costillas. Aceptó el Santo el partido, lleno de una viva confianza en Dios, cuya causa defendía; le ataron los gentiles por el lado donde había de caer el robusto y enorme tronco. Temblaban sus monjes a vista del peligro a que se exponía, y se gloriaban los infieles, pareciéndoles que ya estaban viendo la inevitable ruina del enemigo de sus dioses. Se cortó, en fin, el árbol y cuando venía a desgajarse con el estruendo que se deja discurrir, levantó el siervo de Dios la mano, hizo la señal de la cruz, y el vegetable coloso, torciendo en el aire la dirección, se fue a derribar al lado opuesto. A vista de esta maravilla no quedó ni un solo gentil en todo aquel contorno. Sanó a un leproso dándole un ósculo de paz. Salía de él con tanta abundancia la gracia de los milagros, que hasta los pedazos de su vestido, las cartas que escribía y la paja en que reposaba obraban milagrosas curaciones. Fue en busca del emperador Valentiniano para implorar su protección contra los arríanos; la emperatriz Justina, que profesaba la misma secta, dispuso que se le negase la entrada en Palacio; pero Martín entró hasta el mismo cuarto del Emperador, pasando por medio de los guardias sin que ninguno lo advirtiese. Enfadado el Emperador, volvió la cara a otro lado sin corresponder a su salutación; mas al mismo punto se vio de repente cercado de fuego en la silla en que estaba sentado; y, asombrado del prodigio, se levantó aceleradamente, corrió a abrazar al santo obispo y le trató con tanto respeto como desprecio le había manifestado. Máximo, usurpador del imperio, también le trató siempre con afabilidad. Le convidó a su mesa, le hizo sentar junto a sí y cuando le presentaron la copa para beber, mandó que se la alargasen primero al santo obispo, no dudando que, después que él hubiese bebido, la alargaría inmediatamente al Emperador; pero Martín, después que bebió él, la presentó al diácono que le acompañaba, pareciéndole que no había en la mesa sujeto de mayor dignidad que la suya. Admiró el Emperador esta religiosa acción, y por mucho tiempo no se habló en la corte de otra cosa que de la noble libertad del siervo de Dios. También la Emperatriz quiso darle una comida sazonada por sus propias manos, y servirle ella misma a la mesa. Espectáculo verdaderamente asombroso ver a un obispo pobre, extranjero y mal vestido servido por una grande Emperatriz. ¡Oh qué poderosa es la santidad!
Hablando Severo Sulpicio de este gran santo, dice que no conoció otro que con más prontitud, precisión y claridad respondiese a los lugares más dificultosos de la Sagrada Escritura; pues aunque la sabiduría era la menor de todas las prendas que adornaban al siervo de Dios, ¿cómo no había de tener un entendimiento muy iluminado el que continuamente estaba bebiendo los rayos del Sol de justicia, siempre en oración, siempre en presencia de Dios, velando día y noche a las puertas de la Sabiduría y no concediendo a la naturaleza sino lo preciso para que no se creyese que era ya bienaventurado? Era hombre, por una parte, de suprema rectitud, y por otra de incomparable bondad…
Nunca le vieron colérico, nunca triste, nunca entregado a una vana o inmoderada alegría, sino siempre igual; y como su corazón era el domicilio de la paz y caridad, tampoco se abría su boca sino para pronunciar palabras de edificación. Parecía un hombre superior a la naturaleza de todos los demás por su elevada virtud. Honró Dios su eminente santidad con el don de los milagros; los que le eran tan familiares, que parecía especie de milagro el dejar de hacerlo, por lo que fue el taumaturgo de su siglo. A tan milagrosa vida correspondió una muerte tan dichosa, que en ella admiraremos otro prodigio de caridad.
Había tiempo que sabía por revelación la hora de su muerte, y tenía prevenido de ello a sus discípulos. Noticioso de que en la iglesia de Canda, perteneciente a su obispado, había alguna disensión, pasó a apaciguarla este ángel de paz. Logró el intento y, sintiendo que le iban faltando las fuerzas, conoció que aquella debilidad era prenuncio de su muerte. Se echó en cama, quedándose boca arriba con los ojos clavados en el cielo, para no perder de vista el lugar donde tenía fijo su amor. En esta postura le pedía a Dios se dignase desatarle de las cadenas del cuerpo, para ir a gozar en el empíreo de la libertad que gozan los hijos de Dios. Era el pobre lecho un verdadero cilicio cubierto de ceniza; le rodeaban sus discípulos, deshechos todos en lágrimas, y le suplicaron les permitiese ponerle debajo algunas humildes pajas; pero el Santo no lo consintió, diciendo: Hijos míos, un cristiano debe morir sobre la ceniza: pecaría yo si os diera otro ejemplo. Le replicaron los discípulos: Tú eres nuestro padre; no nos desampares, porque vendrán los lobos carniceros, se arrojarán sobre el rebaño y ¿quién le defenderá cuando ya no tenga pastor? Se enterneció el Santo; y sintiendo en su corazón dos afectos contrarios, a imitación del Apóstol, uno de ir a unirse con su soberano Bien, y otro de quedarse en la tierra para mayor bien de su Iglesia, en esta situación hizo a Dios la oración siguiente: Señor, si todavía soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo: hágase tu voluntad. ¡Oh varón superior a todos los elogios!, exclama la Iglesia a vista de este paso; pues ni temiste la muerte ni rehusaste la vida. ¡Admirable disposición de caridad, exponer la propia salvación por asegurar la de su rebaño!
Tuvo atrevimiento el demonio para aparecérsele al Santo en aquella hora; pero todo lo que sacó fue oír de su boca esta reprensión: ¿Qué haces ahí, bestia sangrienta? Vete, infeliz, pues no encontrarás en mí cosa que sea tuya.
Tenía continuamente las manos y los ojos levantados al cielo: le dijeron que sería bien se volviese de algún lado para que el cuerpo tuviese algún descanso; a que dio esta admirable respuesta, claro testimonio de lo embebido que estaba en su Dios aquella grande alma: Dejadme, hermanos míos, dejadme mirar al cielo para que mi alma, que va a ver a Dios, tome de antemano el camino que conduce a El. Un instante después expiró; y desprendiéndose sobre su cuerpo un rayo de gloria celestial, se cubrió su santo rostro de un resplandor más brillante que el que forma la misma luz, de manera que parecían haberse anticipado a su cadáver los dotes de cuerpo resucitado y glorioso. En el mismo instante fue revelada su muerte, a San Severino, Obispo de Colonia, y a San Ambrosio, obispo de Milán. Fue el santo cuerpo transportado a Tours con tan magnifico acompañamiento, que igualó a la mayor pompa fúnebre de los grandes de la tierra, y aún a la del triunfo más augusto de los conquistadores del mundo. Se hallaron en él más de dos mil religiosos, que todos se podían considerar como discípulos suyos. Se conservó el santo cuerpo en Tours más de 400 años, hasta que los normanos iban a poner sitio a la ciudad, de donde le retiraron antes que aquéllos llegasen; pero veintiún años después fue restituido a ella con grande pompa, continuando en ser extraordinariamente honrado y reverenciado de todos hasta el siglo XVI, en que los hugonotes [herejes calvinistas de Francia] se apoderaron de Tours y quemaron el santo cuerpo, sin poderse salvar más que el hueso del brazo y una parte del cráneo.
La Misa es en honor de San Martín, y la oración la que sigue:
¡Oh Dios, que conoces muy bien la debilidad de nuestras fuerzas, y que de ningún modo podemos subsistir por ellas! Concédenos benigno que seamos fortificados por la intercesión de tu confesor y pontífice San Martín contra todos los males que nos cercan! Por nuestro Señor Jesucristo...
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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