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La Anunciación de la Santísima Virgen María (25 de marzo)
El misterio de la Encarnación que se cumplió en el mismo instante en que el Ángel le anuncia a la santísima Virgen, y esta Señora dio su consentimiento debe considerarse romo el principio de todos nuestros misterios como el fundamento de nuestra Religión, como la basa de nuestra fe, como el resto de la omnipotencia, como el origen de nuestra dicha, y como el misterio por excelencia de la bondad y amor de Dios para con los hombres; autorizado por el Espíritu Santo, admirado de los Ángeles, «predicado a los gentiles, creído en el mundo, y sublimado a la gloria: Magnum pietatis sacramentum, quod manifestatum est in carne… creditum est in mundo, assumptum estin gloria. (I ad Timoth. III). Y porque la felicísima embajada que el arcángel san Gabriel llevó a la santísima Virgen del misterio de la Encarnación es en lodo rigor la señal más sensible, y la primera época de nuestra Religión, por eso explica la Iglesia con el título de la Anunciación todos los misterios que se comprenden en ella.
Habiendo llegado en fin el dichoso momento destinado desde la eternidad para hacerse la reconciliación de los hombres con Dios, aquel mismo arcángel Gabriel, que cuatrocientos años antes había declarado al profeta Daniel el nacimiento y la muerte del Mesías, y aquel mismo también, que seis meses antes había anunciado a Zacarías el nacimiento del que había de ser el Precursor, fue enviado a una tierna doncella, llamada María, de la tribu de Judá y de sangre real, porque era descendiente de la casa de David.
Aquel Señor, que la había escogido para Madre del Mesías, la había prevenido en el primer instante de su concepción de todos los dones celestiales, y de una plenitud de gracia tan asombrosa, que era el pasmo del cielo; y como dicen los Padres, excedía en méritos y en santidad a las más perfectas criaturas.
Aunque por una rara virtud, hasta entonces sin ejemplo, había consagrado a Dios con voto su virginidad; con todo eso quiso la divina Sabiduría que se desposase con un varón justo llamado José, de la misma casa de David, para que fuese guarda de su honor, testigo y protector de su pureza, tutor y padre putativo del hijo que había de nacer solo de ella.
Vivía esta doncellita en Nazaret, pequeña ciudad de Galilea. Aquí fue donde el arcángel san Gabriel se la apareció a tiempo (dice san Bernardo) que, retirada de la vista y comercio de las criaturas, se dedicaba enteramente a su Dios en contemplación muy elevada. Lleno de respeto y veneración el celestial paraninfo á vista dé la que consideraba ya como reina y soberana suya, la saludó de esta manera:
Salutación que comprendía el más pomposo y más magnífico elogio que podía darse a una pura criatura; porque la aseguraba que estaba llena de todos los dones del Espíritu Santo; que poseía todas las virtudes en supremo grado; que estaba colmada de bendiciones, y que era ella la criatura más agradable a los ojos de Dios que había en el cielo y en la tierra.
La repentina vista de un Ángel en figura de hombre causó al principio alguna turbación a la purísima doncella. Se llenó su virginal rostro de un vergonzoso rubor, y su corazón de sobresaltó; lo que advertido por el Ángel, la aseguró diciéndola: No temas, María; porque has hallado gracia en los ojos de Dios. Este Señor quiere que seas madre de un hijo; pero sin detrimento de tu virginal pureza: le concebirás en tus entrañas, le darás a luz, y le llamarás Jesús. Será a todas luces grande; y las maravillas que obrará le harán reconocer por hijo del Altísimo, y por hijo tuyo, por descendiente de David, puesto que tú eres de su sangre real. Pero no ascenderá al trono por el derecho de la sucesión; porque su soberanía se le deberá por otros títulos muy diferentes. Como hijo de David dominará sobre los pueblos de todo el universo, aunque su corona no será como la de los reyes de la tierra. Fundará una nueva monarquía. En la Iglesia de Dios vivo, en esta misteriosa casa de Jacob, reinará sin sucesor, puesto que el imperio de este gran Monarca no reconocerá más limites en su extensión que los de todo el universo, ni más términos en su duración que los de la eternidad misma.
Fáciles son de concebir los primeros movimientos de aquel corazón humildísimo, de aquella Virgen la más humilde de todas las criaturas. No podía comprender que Dios hubiese puesto los ojos en ella para cumplimiento de tan alto y tan asombroso misterio. Por otra parte, la asustaba mucho el título de madre, apreciando tanto el puro estado de virgen. Esto la obligó a preguntar, cómo podía serlo que el Ángel la decía, no habiendo conocido hasta entonces á hombre alguno, y estando resuelta á no conocerle jamás. Pregunta, dice san Agustín, que no haría la purísima doncella, si no hubiera hecho voto de perpetua castidad: Quod profecto non diceret, nisi Virginem se ante vovisset. (Lib. de Virginit.).
Para sosegarla y para satisfacerla el Ángel le declaró que solo Dios seria padre del hijo de quien ella había de ser madre; que concebiría por obra del Espíritu Santo, el cual siendo la virtud del Altísimo, formaría milagrosamente el fruto que había de nacer de sus entrañas, haciendo más pura su virginidad; y, en fin, que el hijo que había de dar a luz se llamaría, y seria verdaderamente hijo de Dios, en quien residiría corporalmente toda la plenitud de la divinidad, todos los tesoros de la santidad y de la sabiduría divina. Y en testimonio de esta verdad, añadió el Ángel, pongo en tu noticia la maravilla que Dios acaba de obrar en favor de tu prima Isabel, la cual en su avanzada edad no podía ya esperar tener hijos naturalmente, y con todo eso está en cinta de seis meses, porque nada es imposible al Todopoderoso; y el que pudo dar un hijo a una anciana y a una estéril, también podrá hacer madre a una doncella sin que deje de ser virgen.
Mientras hablaba el Ángel se sintió María interiormente iluminada de una clarísima luz sobrenatural, con la cual comprendió toda la economía y todos los milagros de aquel inefable misterio, y aniquilándose delante de Dios: He aquí, dijo, la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra. Al decir esto desapareció el Ángel, y en aquel felicísimo momento formó el Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen un hermosísimo cuerpo de su misma purísima sangre, y criando al propio tiempo la más perfecta alma que creó jamás, unió el cuerpo y el alma sustancialmente a la persona del Verbo: Et Verbum caro factum est (Joan, i), y el Verbo por medio de esta sustancial unión se hizo carne. En el mismo punto todos los Ángeles adoraron a aquel Hombre-Dios; en el mismo punto se convirtió en templo del Verbo encarnado el vientre de la más pura entre todas las vírgenes, y en el mismo punto se cumplieron todas las profecías que anunciaban la venida del Mesías: Hodie Davidicurn est impletum oraculum, dice San Gregorio de Neocesarea (Hom. 1): entonces se verificó el oráculo de David: Gaudebunt campi, et exuultabunt ormia ligna silvarum a facie Domini, quomnia venit: saltará de gozo toda la naturaleza, porque el Hombre-Dios se dejó ver en el mundo. Hodie qui est, gignitur, dice san Juan Crisóstomo (De Divin. Gen.): en este día fue concebido en tiempo el que es ante todos los siglos; y aunque esencialmente inmutable, comenzó a ser lo que no era, haciéndose hombre; pero sin perder lo que antes era siendo Dios: Qui est, fit id quod non erat. Nec cuín Deitatis jactura factus est homo. En este dia, dice el sabio y piadoso Gerson, fueron oidos los ardientes deseos de tantos santos patriarcas que suspiraban por la venida del Mesías: Hodie completa sunt omnia desideria. Esta es la principal fiesta de la Santísima Trinidad, no habiendo otro día en que hubiese obrado iguales maravillas: Hodie primum est et principale totius Trinitatis festum. ¡Cuántos misterios se incluyen en uno solo, y cuántos prodigios en este solo misterio! En Jesucristo un Hombre Dios; en María una Virgen Madre de Dios, y en nosotros, a cuyo beneficio se hirieron todas estas maravillas, unos hijos adoptivos de Dios.
[…]
Un Dios verdadero hombre, y un hombre verdadero Dios. Las dos naturalezas divina y humana unidas en una misma persona; pero haciéndose esta unión sin confusión de naturalezas. El Verbo se hizo carne; y por esta unión real y sustancial del Verbo con la humanidad, hizo propias suyas todas las miserias naturales del hombre; comenzando también el hombre al ser participante de todas las grandezas de Dios. Misterio inefable, á cuya ejecución se debe rendir todo entendimiento criado; porque, como dice san Juan Crisóstomo, no hay que preguntar con qué virtud ni de qué manera pudo la naturaleza humana ser sublimada por el Verbo eterno a unión tan noble, á estrechez tan inexplicable: Neque hic quaeritur quomodo hoc factum sit aut fieri potuerit. (Divio. Gener.). Pues el orden de la naturaleza cede a todo lo que quiere Dios: Ubi enim Deus vult, ibi natura ordo cedit. Quiso Dios hacerse hombre; pudo hacerlo, lo hizo y salvó a los hombres: Voluit, potuit, descendit, salvavit. ¡Oh qué inagotable fondo de piadosas reflexiones y de afectos de admiración, de amor y de reconocimiento se comprende en este inefable misterio!
Pero si el asombroso abatimiento del Verbo, dicen los Padres, es asunto grande de admiración al mundo, la sublime elevación de María á la dignidad augusta de Madre de Dios no incluye ni descubre inferiores maravillas. Una virgen que concibe en tiempo a aquel mismo Hijo que Dios engendró ante todos los siglos en la eternidad. María hecha madre de Dios en sentido propio, natural y riguroso; y por esta divina maternidad, María con autoridad sobre Dios, y Dios con subordinación a María… dos grandes prodigios: un Dios con todas las obligaciones de un hijo para con su madre, y María en posesión, respecto de Dios, de todos los derechos de una madre para con su hijo, y de todos los bienes, por decirlo así, de este mismo hijo. Después de esto no hay que admirarnos diga san Agustín que entre todas las puras criaturas ninguna es igual a María. Taceat, et contremiscat omnes crealura, exclama el célebre san Pedro Damiano, et vix audeat aspicere ad tantae dignnitis immensitatem (Serm. de Nativ. Virg.). Calle, poseída de un respetuoso temor, toda pura criatura á vista de una inmensa dignidad que no puede comprender. Ni hay que tener miedo, añade el sabio cancelario de París, de exceder o de decir demasiado cuando se ensalzan las grandezas de María; porque enriquecida con los bienes de su Hijo, y solo inferior a Dios, es superior a los elogios de los Ángeles y de los hombres: Quidquid humanis potest dici verbis,minus esi á laude Virginis. (Serm. de Concep.).
No debe causarnos admiración esta unánime conspiración de los santos Padres en publicar las inefables prerrogativas de la Madre de Dios en el día de su Anunciación gloriosa; porque la divina maternidad de que tomó posesión en este día incluye en sí todos los elogios. Hoc solum de beata Virgine praedicare, dice san Anselmo, quod Dei Mater est, excedit omnem altitudinem quae post Deum dici et cogitar ipotest: solo con decir que María es madre de Dios, se dice lo mas que después de Dios se puede decir ni se puede pensar. Este es el origen y como el título radical de todos los privilegios que goza. De aquí dimanó aquella concepción sin mancha, aquella virginidad sin ejemplo, aquella plenitud de gracia sin medida, aquella elevación, aquella universalidad de virtudes sin limitación: de aquí los magníficos, los dulces títulos de Reina del cielo y de la tierra, de Madre de misericordia, de amparo de los pecadores. Tributad a María, escribe san Bernardo a los canónigos de Lyon, tributad á, María las alabanzas que de justicia se la deben. Decid que para sí, y para todos, halló la fuente de la gracia; publicad que es la mediadora de la salvación y la restauradora de los siglos; porque esto es lo que la Iglesia canta, y todos los Padres publican: Magnifica gratiae inventricem, mediatricem salutis, restauratricem saeculorum: haec mihi de illa cantat Ecclesia.(Epist. 174).
Luego que fue madre de Dios, dice san Lorenzo Justiniano, comenzó á ser escala del paraíso, puerta del cielo, abogada del mundo, y mediadora entre Dios y los hombres: Paradisi scala, caeli janua, interventrix mundi, Dei atque hominum verissima mediatrix. (Serm. de Annunt.).
Hay apóstoles, hay patriarcas, hay profetas, hay mártires, hay confesores, hay vírgenes. Todos estos son sin duda poderosos intercesores con Dios, y yo cuento en la realidad mucho con su poderosa intercesión; pero, Virgen santa, exclama el devotísimo Anselmo, lo que todos estos pueden juntos contigo, tú sola lo puedes sin ellos: Quod possunt omnes isti tecum, tu sola potes sine illis ómnibus. (Oratío. 45 ad Virg. Mar.). ¿Y por qué puedes tú sola tanto, y más que todos juntos? ¿Quare hoc potes? Porque eres madre de nuestro Salvador, Esposa del mismo Dios, Reina del cielo y de la tierra, y soberana Emperatriz de todo el universo. Mientras tú no hablas en mi favor, ninguno se atreve a abogar por mí: Pero luego que tú te declaras por mi causa, tendré tantos abogados como cortesanos celestiales.
¡Cuántas veces (dice el famoso abad de Celles) debieron a la clemencia de la Madre la gracia de su conversión aquellos á. quienes la justicia del Hijo estaba ya para condenar al fuego eterno! Pues ¿qué confianza no debemos tener en aquella Señora que, por el mismo hecho de ser Madre de Dios, fue declarada tesorera general de sus gracias, depositando, por decirlo así, en sus manos nuestra salvación?
Este fue el dictamen general de todos los Padres en orden a la Madre de Dios; esta ha sido en todos tiempos la fe de la Iglesia. Solamente los herejes jamás han podido tolerar que se le rinda el religioso culto que se la debe. No ha tenido enemigo el Hijo que no lo haya sido de la Madre. Habiendo sido ella la que pisó la cabeza del dragón, no es de admirar haya sido siempre tan aborrecida de él; y siendo el misterio de la Encarnación el fundamento de la fe, no hay blasfemia que no haya vomitado el infierno contra este divino misterio.
Los Arríanos negaban la divinidad del Verbo; los Nestorianos la unión sustancial del Verbo con la carne, admitiendo en Cristo dos personas; los Euitiquianos reconocían en Él una sola naturaleza; los Monotelitas una sola voluntad, y los Marcionitas un cuerpo fantástico. Todos estos rasgos emponzoñados iban de rebote á borrar en María el augusto título de verdadera Madre de Dios. Fulminó rayos la Iglesia en sus concilios contra estos impíos errores, y anatematizó a los herejes; entre los cuales ninguno se declaró con mayor furor contra la divina maternidad de la Virgen que el impío Nestorio. Arrebatado del espíritu de orgullo este indigno patriarca de Constantinopla, se atrevió descaradamente a disputar a María el augusto título de Madre de Dios; más para dorar de alguna manera, o para endulzar la blasfemia de su error, concedió a la Señora los más especiosos dictados que pudo discurrir, a excepción del de Teotocos, o Madre de Dios, que es como el fundamento y la basa de todos los demás. Reconociendo la Iglesia que negar esta indisputable excelencia a la Virgen era echar por tierra el misterio de la Encarnación, tomó la defensa de este esencialísimo punto con todo el ardor y con todo el empeño que correspondía a su celo. Convocó el célebre Concilio Efesino el año 431, en que Nestorio fue excomulgado y degradado, y sus errores condenados; quedando definido como uno de los principales artículos de fe que María es verdadera Madre de Dios en sentido natural y riguroso, sin que este dogma, tan antiguo como la Iglesia misma, pudiese padecer interpretación maligna, declarándose que el término Teotocos sería tan consagrado y tan característico contra la herejía de Nestorio, como lo era ya el de Consustancial contra los errores de Arrio. No se puede imaginar el aplauso y regocijo con que fue recibida esta definición de la Iglesia universal en gloria de la santísima Virgen, y es razón no omitir aquí las demostraciones que se hicieron en Éfeso el día que se publicó.
Llegado, pues, el que se había señalado para pronunciar definitivamente sobre la divina maternidad de María, lodo «l pueblo dejó las casas, ocupó las calles, llenó las plazas públicas, y concurrió a cercar la iglesia dedicada a Dios en honra de la Virgen, donde estaban congregados los Padres del Concilio. Luego que se publicó la decisión, llegándose a entender que María quedaba mantenida en la justa posesión del título de Madre de Dios, resonaron en toda la ciudad festivas aclamaciones y gritos extraordinarios de una devotísima alegría; siendo tan vivas y tan universales estas demostraciones del gozo que, al salir los Padres de la iglesia para retirarse a sus casas, todo el pueblo los condujo como en triunfo, colmándolos de bendiciones. Se quemaban pastillas y otros aromáticos perfumes en las calles por donde habían de pasar; brillaban en el aire festivas luminarias y variedad hermosa de fuegos artificiales, sin que faltase circunstancia alguna a la pompa del regocijo común, ni al esplendor de la gloriosa victoria que María acababa de conseguir de sus enemigos, que no lo eran menos de su santísimo Hijo. Tanta verdad es, como dice san Buenaventura, que la devota ternura, el religioso culto de la Madre de Dios, en todos tiempos fueron comunes a todos los verdaderos cristianos. Nació con la Iglesia la devoción a María, y siempre fue reputada como señal visible de predestinación. Ni es esta, añade san Bernardo, una confianza presuntuosa, que fomente la relajación; es un religioso culto; es una piadosa esperanza, fundada en la protección de la Madre de Dios, pero sostenida de una vida regular y timorata y cristiana. El desgraciado fin del impío Nestorio fue funesto anuncio del que deben esperar todos los que se declaran enemigos de la santísima Virgen.
Créese comúnmente que en este concilio Efesino, en que presidió san Cirilo en nombre de san Celestino, papa, compuso juntamente con los demás Padres aquella devota oración á la Madre de Bies, que después adoptó la santa Iglesia: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora, y en la ahora de nuestra muerte, Amen Jesús. (Barón, ad ann. 131).
En iodos tiempos fue muy célebre en la misma Iglesia la fiesta de la Anunciación, Cuando vivía san Agustín estaba ya señalado para ella el día 25 de marzo, en el cual, dice este Padre, se cree por antigua y venerable tradición que fue concebido y murió nuestro divino Redentor.
El décimo concilio Toledano, celebrado en el año 456, llama a la solemnidad de este día la fiesta de la Madre de Dios por excelencia, la gran fiesta de la Virgen. Porque, ¿qué otra fiesta mayor de la Madre de Dios, -dicen los Padres – que la Encarnación del Verbo? Por ser incompatible el luto que arrastra la Iglesia en tiempo de pasión y de penitencia, en el que por lo regular cae la Anunciación, con la alegría y la solemnidad que convenia á este misterio, los Padres del referido Concilio trasladaron la fiesta al tiempo de Adviento, en que el oficio diviso es casi todo de la Anunciación y de la Encarnación del Verbo, La santa iglesia de Toledo la fijó el día 18 de diciembre, y la de Milán el domingo que precede inmediatamente a la fiesta de Navidad, Pero habiéndola restituido la Iglesia romana a su propio día hacia el noveno siglo, casi todas las demás iglesias se conformaron con ella; bien que no por eso dejó de celebrar la mayor parte de ellas una fiesta particular en honra dé la santísima Virgen el día 18 de diciembre con título de la Expectación.
Hasta en Inglaterra, no obstante el funesto cisma, se observa hoy la fiesta de la Anunciación, siendo una de las de precepto: se celebra ayuno, vigilia, oficio público, y una colecta particular, y comenzándose a contar el año eclesiástico por este día.
Son muchas las Órdenes religiosas que se honran con el distintivo de la Anunciación de María. Los Servitas o los siervos de la Virgen, cuyo instituto tuvo principio en Florencia por los años de 1232, y que en el espacio de cinco siglos ha dado muchos Santos al cielo y grandes hombres a la Iglesia-, se llama de la Anunciada, o de la Anunciación; no habiendo título más oportuno para una Orden singularmente dedicado a servir y honrar a la Virgen, que el que está significando aquel feliz momento en que comenzó a ser Madre de Dios.
En Francia y en Italia hay religiosas con el mismo nombre, que se llaman las Celestes, o las monjas azules, porque andan vestidas de este color. Y el total olvido del mundo, junto con el profundo silencio, retiro y soledad que profesan, contribuye mucho a fomentar en ellas aquel espíritu interior que reina en esta santa Orden, haciéndola muy digna del título de la Anunciada o de la Anunciación, con que se honra.
El año de 1460 el cardenal Juan de Torquemada fundó en Roma en la iglesia de la Minerva una piadosa congregación o cofradía con el título de la Anunciación, para casar doncellas pobres, y para dar dotes a las que quieren ser religiosas; habiendo crecido tanto las rentas de esta archicofradía, así por la liberalidad de los Papas, como por muchos legados píos que la han dejado, que cada año da estado a cuatrocientas doncellas, yendo el mismo Papa en persona, con todo el aparato que se estila cuando sale de ceremonia, a distribuir las cédulas de dotes el día 25 de marzo.
En el año de 1639 la ilustre madre Juana Chezard de Matel fundó en Aviñon, con aprobación de la Sede apostólica, la Religión del Verbo Encarnado, cuyo principal fin es honrar continuamente con tierna devoción y caridad ardiente a este divino Verbo hecho carne en las entrañas de la más pura y más santa entre todas las vírgenes; disponiéndole castas esposas por medio de la piadosa y admirable educación que según su instituto dan a las doncellitas tiernas a quienes llama Dios por el camino de la religión; pudiéndose asegurar que el fervor y el religioso porte con que edifican a todos sostienen con esplendor el augusto título que las distingue, y las merecen el renombre de verdaderas hijas del divino Verbo encarnado.
Amadeo VIII, duque de Saboya, mudó en el año de 1438 el orden militar del Lago de amor, en el de la Anunciada, mandando que en lugar de la imagen de san Mauricio trajesen los caballeros la de la santísima Virgen, y en vez de los lagos unos cordoncillos con las palabras de la salutación angélica; lo que muestra bien no haber en el mundo cristiano Estado alguno que no profese singular veneración a este misterio que, siendo el primero de todos, fue principio y origen de nuestra dicha.
El mismo espíritu de devoción y de reconocimiento movió al papa Urbano II, en el año de 1095, a ordenar en el concilio de Clermont, donde presidió en persona, que todos los clérigos rezasen el oficio parvo de Nuestra Señora, introducido ya entre los monjes por san Pedro Damiano; y que tres veces al día, por la mañana, a medio día y por la noche se tocase a las oraciones, que vulgarmente se llama a las Ave Marías (Angelus), y en otro tiempo se decía tocar al perdón, por las grandes indulgencias que concedieron a cuantos las rezasen tres veces al día los papas Juan XXII, Calixto III, Paulo V, Alejandro VII, y Clemente X.
PROPÓSITOS
De todas las oraciones que la Iglesia dirige a la santísima Virgen, la más agradable a esta Señora y la más provechosa para nosotros es la salutación angélica, que comúnmente llamamos el Ave María. El autor de esta oración en todo rigor fue el Espíritu Santo; porque solo contiene las palabras que usó el Ángel cuando la anunció el misterio de la Encarnación; las que dijo santa Isabel en el día de la Visitación, y la oración que hizo toda la Iglesia, congregada en Éfeso en el día de la triunfante Asunción de la Virgen. Es esta oración un compendio de las maravillas que Dios obró en su favor, y de las grandes mercedes que esperamos de esta Madre de misericordia. Por eso ha sido siempre muy familiar a todos los Santos; y la Iglesia comienza y acaba con ella el oficio divino. Es el Ave María, dice el devoto Tomás de Kempis, el terror de las tinieblas, y fue siempre la oración más estimada de todos los Santos.
San Atanasio, en el sermón que hizo de la Madre de Dios, dice que todas las jerarquías celestiales repiten sin cesar en el cielo esta salutación angélica. Por lo mismo la llama san Efrén el cántico de los Ángeles; y san Juan Damasceno añade, que basta rezarla para llenarse el alma de consuelo. Los herejes no son de este parecer. Siendo la salutación angélica tan gloriosa a la Madre de Dios, tan agradable al Señor, y tan provechosa a los fieles, no podía ser de su gusto. El infierno la mira con horror, y es formidable a los demonios: pues ¿cómo podían dejar de reprobarla los enemigos de la Iglesia?
Siempre que rezo el Ave María (dice san Francisco en sus Opúsculos) los Ángeles y los Santos se regocijan en el cielo, y los justos en la tierra; el infierno brama, y los demonios huyen. Así como la cera se derrite con el fuego, así los malignos espíritus se disipan a la invocación del nombre de María. Sea, pues, de hoy en adelante el Ave María la devoción que más frecuentes, no solo todos los días, sino todas las horas, rezándola siempre que oyeres el reloj; y aun las personas fervorosas, que de todo se aprovechan para caminar al cielo, acostumbran dar principio a todas las obras que hacen con el Ave María. Al salir de casa, al volver a ella, al principio y al fin de todas sus oraciones, al comenzar algún negocio, al despertar por la mañana, al acostarse por la noche, antes de dormir, después de la señal de la cruz, en fin, dice san Bernardo, dar principio a todas las acciones, y sellarlas todas con el Ave María, es una devoción que nos facilita mil bendiciones del cielo.
Enséñala a tus hijos y a tus criados; porque después de las oraciones de precepto, ninguna es más provechosa, ninguna más necesaria que esta. El misterio de la Encarnación que nos recuerda; los auxilios necesarios para vivir una santa vida y para lograr una santa muerte que en ella se piden a Dios por intercesión de aquella que es como la dispensadora de sus gracias, todo acredita la excelencia de esta oración, y todo convence su gran utilidad.
Pero ten cuidado de rezarla con aquella atención y con aquel respeto, con aquella devoción que se requieren. Comúnmente se hacen sin fruto las oraciones que se repiten con frecuencia, porque se hace costumbre de rezarlas sin atención y sin gusto. Corrige este defecto, y nunca reces el Ave María sin hacer reflexión a que con ella saludas a la Reina del cielo y de la tierra, y que imploras su protección como refugio de pecadores.
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