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El pecado habitual obceca la mente, endurece el corazón y debilita las fuerzas
“Id a esa aldea, que se ve en frente de vosotros, y sin más diligencia encontrareis una asna atada” (Mateo 21, 2).
Queriendo nuestro divino Salvador entrar este domingo en Jerusalén, para ser reconocido como el verdadero Mesías prometido por los profetas y enviado por Dios a salvar el mundo, dijo a sus discípulos que fuesen a cierta aldea en donde encontrarían una asna atada; que la desatasen y se la trajeran. San Buenaventura explica estas palabras diciendo que la asna atada es figura del pecador, según lo que dice el Sabio, a saber: “El hombre malo será presa de sus propias iniquidades, y quedará enredado en los lazos de su pecado” (Proverbios 5, 22). Y así como Jesucristo no podía sentarse sobre aquella asna si primero no la desataba, así tampoco puede habitar en un alma atada con sus culpas. Si alguna vez, pues, se halla entre ustedes algún alma atada con algún mal hábito, oiga al Señor que le dice en este día: “Sacude de tu cuello el yugo, oh esclava hija de Sion” (Isaías 52, 2); que quiere decir: Hija mía, sacude esa cadena de pecados que te hace vivir esclava del demonio y desátala antes de que el mal hábito tome tal fuerza sobre ti, que te haga moralmente imposible enmendarte en adelante y te conduzca a la eterna perdición. Por esto quiero demostrar en tres puntos los grandes daños que lleva consigo el mal hábito:
Punto 1. Obceca la mente.
Punto 2. Endurece el corazón.
Punto 3. Debilita las fuerzas.
PUNTO I
El mal hábito obceca la mente
1. San Agustín escribe, acerca de los que han contraído malos hábitos, que la misma costumbre no les deja ver lo mal que obran: Ipsa consuetudo non sinit videre malum, quod faciunt. El mal hábito obceca de tal modo a los pecadores que ni ven el mal que hacen, ni la ruina que esto les ocasiona; por lo que viven obcecados como si no hubiese Dios, ni paraíso, ni infierno, ni eternidad. Los pecados, dice el mismo Santo, cuando llegan a ser habituales, parecen pequeños o despreciables a los pecadores, por horrendos que sean: Peccata quamvis horrenda cum in consuetudinem veniunt, parva, aut nulla esse videntur. Por consiguiente, ¿cómo podrá guardarse de ellos su alma cuando no conoce ya su fealdad ni advierte el daño que le causan?
2. San Jerónimo dice que los habituados a pecar, ni aun vergüenza tienen de hacerlo: Ne pudorem quidem habent in delictis. El obrar mal lleva consigo naturalmente cierto rubor; pero el mal hábito hasta la vergüenza nos hace perder. San Pedro compara al que ha contraído hábito de pecar con una marrana lavada que se revuelca en el cieno: “una puerca lavada que va a revolcarse en el fango” (2 Pedro 2, 22). El mismo cieno le ciega los ojos y por lo mismo sucede que en lugar de entristecerse y avergonzarse de sus crímenes, el insensato los comete como jugando; y aun a veces se goza en el mal que ha hecho: “Es como un juego para el necio el hacer mal” (Proverbios 10, 23); “que se alegran haciendo el mal, y se deleitan en las peores perversidades” (Proverbios 2, 14). Por eso los santos piden a Dios continuamente que los ilumine, porque saben que sin la luz de Dios cualquiera puede llegar a ser el más perverso del mundo. ¿Cómo pues tantos cristianos que saben por la fe que hay un infierno, y un Dios justo que no puede menos de castigar el pecado, continúan viviendo en él hasta la muerte y se condenan? “Los cegó su propia malicia y por esto se pierden” (Sabiduría 2, 21).
3. Dice Job que los huesos del pecador habitual estarán “impregnados de vicios” (Job 20, 11). Todo pecado produce cierta ceguedad en el espíritu; y cuando los pecados se aumentan con el mal hábito, crece la ceguedad con ellos. En un vaso que está lleno de tierra, no puede entrar la luz del sol; y en un corazón lleno de vicios, no puede entrar la luz de Dios, para hacer conocer al pecador el precipicio en que va a caer. El pecador obstinado en el mal hábito, privado de la luz divina, camina de pecado en pecado sin pensar en la enmienda. Por eso se dice en el Salmo 11, 9 que los pecadores “andan alrededor”. Caídos estos desdichados en el abismo oscuro del mal hábito, no piensan en otra cosa que en pecar, no hablan sino de pecados y no conocen su fealdad. Al fin se convierten en bestias destituidas de razón y no buscan ni desean otra cosa sino lo que place a sus sentidos. “Y el hombre, constituido en honor no ha tenido discernimiento; se ha igualado con las bestias y se ha hecho como una de ellas” (Salmo 48, 13). De aquí resulta lo que dice el Sabio: “De nada hace ya caso el impío cuando ha caído en el abismo de los pecados” (Proverbios 18, 3). San Juan Crisóstomo aplica este pasaje al pecador habitual que, encerrado en aquella sima de tinieblas, desprecia la palabra divina, las inspiraciones de Dios, las correcciones, las censuras y a Dios mismo; convirtiéndose el desdichado en un buitre voraz que, alimentándose del frio cadáver que tiene entre sus garras, antes quiere ser muerto por los cazadores que dejar la presa.
4. Temblemos como temblaba David cuando decía: “No me arrastre la corriente de las aguas, ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca” (Salmo 68, 16). Cuando alguno cae en un pozo tiene esperanza de salir de él mientras su boca está abierta; pero si la boca se cierra, queda perdido sin remedio. Pues, del mismo modo, cuando el pecador ha caído en el mal hábito, se va cerrando la boca del pozo a medida que crecen los pecados; y, si esta acaba de cerrarse, queda él abandonado de Dios para siempre. ¡Entiende bien, pues, pecador! Si tienes hábito de reincidir en algún pecado, procura salir presto de ese pozo infernal; antes de que se cierre la boca, antes de que Dios te niegue sus divinas inspiraciones y te abandone; porque si llega a abandonarte, quedarás condenado para siempre sin remedio.
PUNTO II
El mal hábito endurece el corazón
No solo ciega la mente el mal hábito, sino que endurece también el corazón del pecador: “Su corazón es duro como piedra; tan duro como la muela inferior” (Job 41, 15). El mal hábito endurece el corazón como una piedra, y en vez de enternecerse con las divinas inspiraciones, con los sermones, con la memoria del juicio, de las penas que sufren los condenados y de la pasión de Jesucristo; se endurece cada día más y se aprieta como yunque de herrero golpeado de martillo. San Agustín dice: Cor eorum fit durum adversus imbrem gratia, ne fructum ferat: “Su corazón se endurece contra la lluvia celestial de la gracia para que no pueda producir fruto con ella”. Las divinas inspiraciones, los remordimientos de la conciencia, los terrores de la justicia de Dios, son lluvia de la gracia: pero el pecador habitual cuando en lugar de sacar fruto de estos divinos beneficios, llorando las iniquidades cometidas y enmendarse, sigue pecando; su corazón se vuelve más duro, dando señales de la certeza de su condenación, como dice santo Tomás de Villanueva: Induratio. damnationis indicium. Porque una vez perdida la luz, y endurecido el corazón, el resultado es que el pecador vive obstinado hasta la muerte, según el terrible anuncio del Espíritu Santo: “El corazón duro lo pasará mal al fin; y quien ama el peligro perecerá” (Eclesiástico 3, 27).
6. ¿De qué sirven, pues, las confesiones, cuando poco después de confesarse el pecador vuelve a caer en las mismas culpas que confesó? San Agustín dice: Qui pectus tundit et non corrigit peccata solidat, non tollit: “El que se golpea el pecho, y no se enmienda, se aferra en el pecado, y no le deja”. Cuando tú te golpeas el pecho postrado ante el confesor, y luego no te enmiendas ni evitas la ocasión, entonces no dejas el pecado, dice el Santo, sino que te aferras más para perseverar en él. “Los malvados se pasean por todas partes” (Salmo 11, 9). Esta es la vida desventurada de los que pecan habitualmente: siempre se confiesan, pero siempre pecan. Siempre se revuelcan en el abismo del pecado, y si a veces se abstienen de pecar por un breve plazo de tiempo, a la primera ocasión tornan de nuevo al pecado, como los animales inmundos que con tanto placer se revuelcan en los lodazales más sucios y asqueroso.
7. Mas no, dice aquel joven, yo quiero enmendarme más tarde y entregarme de veras a Dios. Pero si el mal hábito se ha apoderado de ti ¿cómo te has de enmendar? El Espíritu Santo dice que la senda del pecado por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Proverbios 22, 6). Los que están habituados a cualquier vicio se ha visto que cometen los mismos pecados que cometieron antes, aun en la proximidad de la muerte. Un escritor refiere que, habiendo sido condenado a la horca cierto hombre blasfemo, prorrumpió en una blasfemia cuando sintió que se le apretaba el cuello, y pronunciándola murió.
8. Dios usa de misericordia con quien quiere y endurece o abandona en su pecado al que quiere, como dice san Pablo: “De modo que de quien Él quiere, tiene misericordia; y a quien quiere, le endurece” (Romanos 9, 18). Dios usa de misericordia hasta cierto punto, y después endurece el corazón del pecador. Pero, ¿cómo le endurece? San Agustín lo explica de este modo: Obduratio Dei est nolle misereri: “La dureza de Dios consiste en no querer usar de misericordia”. No es decir que el Señor endurezca el pecador acostumbrado a pecar; sino que le niega los auxilios de la gracia, en castigo de la ingratitud que mostró a los beneficios divinos, y de este modo queda su corazón endurecido como si fuera de piedra: Non obdurat Deus cor impertiendo malitiam, sed non impertiendo misericordiam. O en otros términos, no endurece Dios el corazón inspirándole malicia, sino negándole misericordia, esto es, la gracia eficaz para convertirse. Hace lo que el sol, que endurece el agua y la convierte en hielo alejándose de la tierra.
9. San Bernardo dice que la dureza, que es la obstinación del corazón, no se forma toda de una vez, sino poco a poco hasta que se vuelve tan duro que no cede las divinas amenazas y las correcciones lo endurecen todavía más: Paulatim in cordis duritiam itur; cor durum non minis cedit, flagellis duratur. En los mal habituados sucede lo que dice David: “Al trueno de tu amenaza, oh Dios de Jacob, se quedaron sin sentido” (Salmo 75, 7). Los terremotos, los rayos que caen, las muertes repentinas que suceden, no despiertan al pecador endurecido. En lugar de despertarlo y abrirle los ojos para que conozca su estado miserable, parece que estos acontecimientos aumentan su letargo mortal, en el que queda sumergido para su ruina.
PUNTO III
El mal hábito debilita las fuerzas
10. El santo Job dice: “Me inflige herida sobre herida, corre contra mí cual gigante” (Job 16, 15). Interpretando este texto san Gregorio, discurre de este modo: Si alguno es asaltado por su enemigo, no queda regularmente inútil para defenderse a la primera herida que recibe; pero si luego recibe segunda y tercera herida, pierde de tal modo las fuerzas, que al fin queda muerto. Lo mismo hace el pecado: la primera y segunda vez que el alma es herida de él, le queda todavía alguna fuerza para resistir con la divina gracia; pero si después sigue pecando, se hace habitual el pecado y cual gigante se arroja sobre él, de modo que el alma no tiene ya fuerzas para resistirlo. Dice san Bernardo que el pecador habitual es semejante al que está caído en tierra bajo de un gran peñasco y no tiene fuerzas para apartarle por lo que difícilmente podrá levantarse: Difficile surgit, quem moles malæ consuetudis premit. Y antes había dicho san Gregorio: Lapis superpositus cum consuetudine mens in peccato demoratur, ut etsi velit exsurgere jam non possit, quia moles desuper premit. (Moral lib. 26, cap. 24).
11. Santo Tomás de Villanueva dijo que el alma privada de la gracia de Dios no puede vivir largo tiempo sin cometer nuevos pecados: Anima a gratia destituta diu evadere ulteriora peccata non potest. (Bonc. 4 in Dom. 4 Quadrages). Y san Gregorio, hablando sobre aquellas palabras de David: Pone illos ut rotam, et sicut stipulam ante faciem venti: agítalos como a una rueda o como la hojarasca al soplo del viento (Salmo 82, 14); dice: Ved con que facilidad mueve una paja el menor soplo del viento, por ligero que sea; pues del mismo modo el pecador que podía resistir algún tiempo antes que contrajera el hábito de pecar, cede a la menor tentación del pecado y vuelve a ceder una y muchas veces desde que contrajo el mal hábito. Los pecadores acostumbrados al pecado son tan débiles para resistir a los ataques del demonio, según dice san Juan Crisóstomo, que tal vez se ven precisados a pecar contra su voluntad, arrastrados por la fuerza de la costumbre. Dura res est consuetudo, quæ nonnunquam nolentes committere cogit illicita. En efecto, porque como dice san Agustín, el mal hábito se convierte con el tiempo en cierta necesidad de pecar: Dum consuetudini non resistitur, facta est necessitas.
12. San Bernardino de Siena añade que el mal hábito se convierte en naturaleza: Usus vertitur in naturam. Por cuya razón, así como necesita el hombre respirar, así parece que necesitan pecar los pecadores acostumbrados al pecado; de suerte que son esclavos de su pasión. San Bernardino llama a estos tales molinos de viento que siguen dando vueltas a la rueda, aun cuando no haya trigo que moler. Quiere decir esto que siguen pecando al menos con el pensamiento, aun cuando no tengan ocasiones de pecar. Después que los infelices han perdido el auxilio divino, dice san Juan Crisóstomo, ya no hacen lo que ellos quieren, sino lo que quiere el demonio: Homo perdito Dei auxilio, non quod vult, agit, sed quod diabolus.
13. Mire lo que sucedió en cierta ciudad de Italia, según lo refiere un autor en confirmación de lo que acabo de decir. Acostumbrado un joven a un vicio habitual, seguía viviendo en su pecado, a pesar de que Dios le llamó muchas veces para que mudase de vida, y algunos varones piadosos le amonestaran lo mismo. El Señor le hizo ver un día a su hermana muerta repentinamente. Entonces temió por algún tiempo; pero apenas fue enterrada su hermana, se olvidó de la lección, y volvió a entregarse a su antiguo vicio. Dos meses después de la muerte de su hermana, enfermó el mismo de una fiebre lenta que le consumía: entonces hizo llamar un confesor y se confesó; pero a pesar de esto, un día exclamó: ¡Ay de mí! ¡cuán tarde conozco el rigor de la divina justicia! Luego volviéndose al médico, le dijo: Sí, médico, no me atormente usted más con remedios porque mi enfermedad es incurable, y sé de positivo que me muero. Y volviéndose después a los que estaban en torno de él, les habló así: Sepan que, así como no hay remedio para la vida de mi cuerpo, tampoco la hay para la vida de mi pobre alma: una muerte eterna me espera. Dios me ha abandonado; y yo lo conozco en la dureza de mi corazón. Algunos amigos piadosos le exhortaron a que confiase en la misericordia de Dios; pero él solamente les daba esta respuesta: Dios me ha abandonado. El escritor de este suceso dice que hallándose él a solas con aquel joven desgraciado, le dijo: Vamos, aliéntese joven; invoque a Dios y reciba el Viático. Mas él le respondió: Amigo mío, usted le habla a una piedra; la confesión que acabo de hacer ha sido nula y sin dolor: no quiero confesor, no quiero sacramentos, no quiero recibir el Viático, porque todo esto serviría solamente para hacer más horrorosa mi suerte desgraciada. Entonces lo abandonó desconsolado y habiendo vuelto a visitarle después, le dijeron sus parientes que había expirado aquella noche sin tener ningún sacerdote que le asistiera, y le dijeron además que se habían oído aullidos espantosos junto al cuarto del joven difunto.
14. Tal es el fin que tienen los pecadores que hacen paz con el pecado. Amados oyentes míos, si alguno de ustedes tiene la desgracia de haber contraído algún mal hábito de pecar, le suplico por las llagas de Jesucristo que haga cuanto antes una confesión general; porque difícilmente han podido ser buenas las confesiones hechas anteriormente. Salga rápido de la esclavitud del demonio. Oiga lo que le dice el Espíritu Santo: “No entregues tus floridos años a un enemigo cruel” (Proverbios 5, 9). ¿Y quién quiere servir a un tirano tan cruel como el demonio, enemigo de los pecadores avezados al pecado, que les hace pasar una vida infeliz en la tierra, para hacerles pasar después otra vida todavía más infeliz en el infierno por toda la eternidad? Cuando Jesucristo resucitó a Lázaro, le dijo en alta voz: ¡Lázaro, sal de este sepulcro! Pecadores, salgan de esa sima del pecado, se los digo yo en nombre de Dios; salgan pronto, ya que han estado revolcando en ella la parte mejor de vuestra vida, como si fueran unos brutos, y no criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Escúchenme bien, vuelvan pronto al Señor que los llama como Padre amoroso, y está dispuesto a abrazarlos si le piden perdón de sus culpas. Temed que acaso sea esta la última vez que Dios te llama y, si no respondes a su voz, puedas condenarte sin remedio para siempre.
Sermón de san Alfonso de Ligorio hallado en su libro Sermones abreviados para todas las dominicas del año (traducido del italiano al español en 1865), con algunas actualizaciones en ortografía, uso de palabras sinónimas en raras ocasiones para una mejor comprensión del texto, etc.
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