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Utilidades de la confesión y medios para hacerla fructuosa
“¿Quieres ser sanado?” (Juan 5, 6)
Nota: Para hacer una buena confesión es importante que la persona primero guarde todos los puntos doctrinales de la fe, ya que “sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11, 6). Debido a la situación actual de esta gran apostasía, los católicos y nuevos conversos deberían repasar las siguientes directrices para encontrar sacramentos válidos (por lo menos para hacer una confesión válida a un sacerdote válidamente ordenado en el rito tradicional):
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Todo lo que ligareis en la tierra, dice Jesucristo a sus apóstoles, y en su persona a todos sus ministros, será ligado en los cielos; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo. Tiemble la herejía al oír estas palabras llenas de autoridad y poder, y los hijos de la Iglesia se llenen de regocijo a vista del triunfo de la fe; y todos los fieles bendigan al Señor por haber dado tanto poder a hombres mortales, como el de absolver, curar y reconciliar a otros hombres con Dios. Poder admirable, exclama san Juan Crisóstomo, que no se ha concedido a los ángeles ni a los arcángeles. Sí, demos gracias a Dios por haber establecido en su Iglesia el gran misterio de la reconciliación de los pecadores. ¿Queréis curaros? Pecadores que estáis paralíticos, llenos de lepra, ¿queréis sanar de vuestras enfermedades? en vuestra mano está el remedio. Pero si el remedio es siempre tan seguro, ¿de dónde viene que todavía esté el mundo lleno de pecadores? ¿De dónde viene ver aun a la entrada de la Piscina paralíticos de veinte, treinta y cuarenta años? No es por falta de un hombre caritativo que quiera sumergirlos en ella.
Luego es común interés nuestro investigar el origen de tanto mal, y yo creo he de hallarle en la indolencia y omisión de los unos, y en la poca exactitud de los otros; unos se apartan de la confesión, otros no llegan a ella como deben. Para despertar a los primeros, quiero hacerles ver los grandes provechos de que se privan apartándose de la confesión; primera parte. Para instruir a los segundos, les trazaré las condiciones que deben acompañar a esta.
PRIMERA PARTE
Por diligencias que practiquemos en este mundo, por grandes que sean nuestras solicitudes para curar nuestros males espirituales y corporales, muchas veces la misma curación deteriora más las fuerzas, y los remedios al darnos la salud la debilitan; pero lo que es imposible para los hombres, no lo es para Dios. Este poderoso médico de nuestras almas, en la curación de nuestras dolencias ha encontrado un remedio más poderoso que el mismo mal, y este es el Sacramento de la Penitencia. Dios no solo tiene cuidado de curarnos, sino que cicatriza de modo nuestras llagas, que las cicatrices no son ya vergonzosas; así se explica no menos que un pagano como Séneca. Dios en el Sacramento de la Penitencia borra nuestros pecados, que nos dice por el Profeta, que los ha arrojado al mar como una masa de plomo, para que queden enteramente sepultados. ¿No podrá decirse que el Profeta alude en esto a lo que dijo Moisés a su pueblo después del pasaje del mar Rojo? Poseídos los israelitas de espanto a vista de los egipcios que los perseguían, se vieron todos asegurados por su santo conductor: ¡Eh! ¿qué es lo que teméis?, les dijo Moisés, mirad pacíficamente a vuestros enemigos, y en un momento ya no veréis ninguno de ellos.
Pecadores, vosotros pensáis en convertiros, pero el número de vuestros pecados os asusta: esos son otros tantos enemigos que os persiguen. Oís la gritería de los egipcios, que aspiran a vengarse de vosotros; pero no desmayéis, miradlos, e inmediatamente desaparecerán de vuestros ojos: luego que fuereis lavados con la sangre de Jesucristo, luego que hubiereis entrado en este mar Rojo, todos vuestros pecados serán anegados, y nunca más los veréis. No por esto pretendo inspiraros una confianza presuntuosa: se conducen todos los días al suplicio delincuentes difiriendo el concederles la gracia, porque ellos al pedirla no expusieron sinceramente el hecho. Si queréis experimentar toda la eficacia del remedio, desterrad todo disimulo y disfraz.
El apóstol san Juan nos afirma todo lo dicho: si confesamos todos nuestros pecados, dice el Apóstol, Dios es justo y fiel para perdonarlos. ¡Grande motivo de consolación para nosotros! Aunque hayamos cometido los delitos más enormes, luego que nosotros recurrimos a Dios con una confesión sincera y dolorosa, nosotros entraremos en su gracia y seremos lavados. ¡Prodigio admirable! exclama un santo Padre: ¿quién podrá jamás declarar las maravillosas variaciones y mudanzas que obra la confesión? En un instante el alma más desfigurada por el pecado, pasa, en fuerza de las palabras sacramentales, del cúmulo de la infelicidad a la más perfecta dicha; con esta invención inefable de la ternura de nuestro Dios, el que era infeliz esclavo del pecado, se hace hijo de adopción por la gracia; el que estaba marcado con el anatema, se ve colmado de bendiciones.
Reconoced ahora vuestra ceguedad, todos vosotros los que diferís y retardáis el acercaros a Dios por medio de la confesión. Todavía hay tiempo; la misericordia del Señor no se ha agotado para vosotros: os ofrece estas fuentes saludables: venid a lavaros en ellas, pecadores: os convida por boca del Profeta Isaías: no titubeéis; apenas habréis dado un paso, apenas habréis hecho el menor esfuerzo sobre vosotros mismos para declarar vuestros pecados al sacerdote, cuando os sentiréis aliviados: experimentareis que el yugo del Señor es agradable, y su peso muy ligero.
[…]
Es preciso confesarlo: la vergüenza es la pena más justa y natural del pecado: el pecador no tiene derecho a la reputación, supuesto que él la ha destruido con sus crímenes e iniquidades. ¿Por qué se lamenta, pues, de la confesión, hombre que no merece sino el oprobio y el desprecio, como dice el Señor? Ahora bien, pregunto, pecadores atrevidos, pecadores habituales, pecadores inveterados: ¿hay confusión más ligera que la que habéis de sufrir en el tribunal de la penitencia? Todo pasa allí en silencio entre vuestro juez y vosotros; no tenéis que temer en este juicio, ni las calumnias de un acusador envenenado, ni las falsas declaraciones de testigos ganados, ni los agrios insultos de la multitud de los circunstantes: no se recibe contra vosotros mismos sino vuestro propio testimonio: se pasa por lo que digáis vosotros: sombras y obscuridades sagradas ocultan para los ojos del público la acusación que formáis contra vosotros mismos: no tenéis que temer el menosprecio de vuestro juez; es un hombre como vosotros, que sirve al mismo Dios que vosotros, que teme las mismas penas que vosotros, que espera las mismas recompensas, que siente los mismos movimientos, las mismas pasiones, los mismos deseos.
No creais que estos son discursos afectados para honrar nuestros Sacramentos: son verdades que cada uno de vosotros puede experimentar, en sí mismo. La confesión está llena de paz, no respira sino dulzura. ¿Pero cómo queréis vosotros experimentar su suavidad? Responded ahora: ¿cuándo y cómo os confesáis? no es a las confesiones de todos los años a las que no temo llamarlas a casi todas sacrílegas a la vista de la Iglesia: no es a estas confesiones a las que Dios comunica la unción de su gracia. Pero consultad personas verdaderamente cristianas: consultad esos pecadores de buena fe, que quieren convertirse sinceramente, y ellos os dirán con un tierno reconocimiento como David: venid, y sabréis lo que pasa dentro de mi alma, veréis las maravillas estupendas que ha obrado la diestra del Todopoderoso.
Volved sinceramente al Señor, y confesareis que en este tribunal de la gracia se ven milagros evidentes de conversión; sí, milagros que enamoran, que arrastran, que arrancan lágrimas de los ojos. Aquella paz que no puede dar el mundo la hallareis infaliblemente en el tribunal del dolor y de la amargura. Consultad a Magdalena y a otros innumerables que imitaron su penitencia, y todos os dirán que el día más dichoso de su vida fue aquel en el que oyeron de la boca de Dios, por medio de sus ministros, aquellas consoladoras palabras: vete en paz, se han perdonado tus pecados. Ellos os dirán que sin comparación hallaron más gusto en llorar sus pecados al pie de la cruz, que el que tuvieron en los deleites criminales que antes disfrutaron. Últimamente, volveos de buena fe al Señor; y diréis entonces si se os ha engañado, cuando experimentéis mucha más dulzura, mucha más consolación de la que se os había anunciado. Es cierto que no hay siquiera un pecador que no aplauda y llene de bendiciones a la confesión, si se ha convertido de veras. Estos son algunos de los bienes de que os priváis por no usar de este tan fácil remedio: ahora quiero manifestaros el cómo será vuestra confesión saludable.
SEGUNDA PARTE
Para conseguir un conocimiento exacto de los pecados, es menester un tiempo de recogimiento y reflexión, que permita el espacio conveniente para juzgarse delante de Dios, e inquirir los escondrijos de la conciencia. Se pide este recogimiento particularmente a vosotros, espíritus voltarios e inquietos, a quienes nada puede traeros dentro de vosotros mismos, pasando meses y años en un olvido deplorable: a vosotros que estáis encargados por vuestro oficio de un cúmulo exorbitante de obligaciones, y que buscáis en el mismo número de vuestros deberes un vano pretexto para no pensar en vosotros jamás. Se os pide una aplicación constante para conocernos; porque ¿de qué se trata aquí? de un Sacramento que os obliga a daros a conocer al sacerdote tales cuales sois. Para que esta manifestación sea entera, después del curso de una vida disipada, supone un estado de retiro en que el pecador se tome cuenta a sí mismo, repase sus antiguos caminos y ponga muchas veces, como dice el Profeta, su alma en sus manos, para considerar con espacio todos sus rastros.
La desgracia está en que no se practica así. Se conocen ciertos excesos de libertinaje y disolución, ciertos vicios torpes y groseros, que tienen en sí un carácter de infamia, que todo el mundo los conoce y los murmura. Pero, secreta injusticia, pecados favorecidos, se solicita ocultaros, disimularos, y olvidaros; conversaciones tiernas y amorosas, dulces tratos, y comercios de sentimientos carnales, vosotros siempre sois disculpados: hay aquí pecados de reserva, y si me atrevo a decirlo, pecados de confianza. Estos no se quieren ver, no se llega a ellos, está por de más el espejo: el pecador como aquel hombre de quien habla Santiago, no hará más que mirarse en él pasajeramente; pero no le consultará: escándalos domésticos, escándalos públicos, escándalos de palabras, de modales y de máximas, escándalos de juego, escándalos de intemperancia: ¡ay, cuán superficialmente os examinan los pecadores!
Y si no caen bajo un maduro examen, ¿cómo se han de confesar? Bien sabéis todos vosotros que la confesión no es más que una acusación sincera de vuestras miserias y flaquezas, manifestando ingenuamente todos los pecados después de un severo examen. Pero, ¿qué es lo que sucede? ¿Quiénes son los que con más frecuencia están alrededor de nuestros tribunales? Princesas hipócritas, que se disfrazan para desfigurarse a los ojos de los Profetas Ahías, a quienes consultan sobre las enfermedades de sus hijas: Ananías perjuros, que, por reservarse una porción de la herencia, se atreven insolentemente a mentir al Espíritu Santo. Desgraciados hijos de Adán, que cubiertos de hojas se sirven de giros ingeniosos en la acusación de sus crímenes, usan de expresiones figuradas para disminuir la vergüenza, e inspirar en el confesor una lástima cruel por una pasión que ellos se lisonjean haber dejado, pero que aman y acarician siempre, y puede ser les domine hasta la sepultura.
Por no ahuyentar esos fantasmas de rubor, ¿a qué os exponéis vosotros? A sostener algún día la más vil y terrible afrenta, la de aparecer cargados con innumerables delitos ante el juez universal: afrenta verdadera y cierta, afrenta inevitable, afrenta eterna; porque la impresión de horror que dejará en vosotros, no se borrará por toda una eternidad. ¡Y esta verdad, que como católicos creéis, no basta para determinaros a hacer una humilde confesión de vuestras culpas!
Ni basta solo el confesarlas, es menester que la confesión vaya acompañada de un verdadero dolor; esta es la obligación más esencial del Sacramento de la Penitencia. Puede excusarse el examen cuando el pecado es evidente, y está en la memoria: se puede absolutamente dejar de confesar cuando la lengua o los órganos exteriores están impedidos; pero no se puede omitir el dolor y el pesar, y un dolor capaz de quitar todo afecto al pecado. Vuelvo a decirlo: este dolor puede suplir todo lo demás, y ninguna otra cosa puede suplir el dolor. Porque es preciso advertir con el Concilio de Trento, que este dolor contiene en si dos cosas: el odio del pecado y una firme resolución de nunca más cometerle. Este es el sentir de san Agustín, que altamente defiende, que solo el odio del pecado y el amor de Dios son los que hacen verdadera la penitencia.
El dolor que os pedimos, pecadores, cuando agitados de los estímulos de la conciencia venís a nuestros tribunales, es una tristeza de penitencia, un pesar amargo que resida, no en los labios, sino en lo íntimo del corazón: que baste a renovar en él el amor de Dios, y borrar el de las criaturas. Mas, darse golpes de pecho como el publicano, romper los vestidos como Saúl, esta penitencia es equívoca, es penitencia de judío. Lo que nosotros queremos es un dolor sobrenatural, tanto en el principio como en el motivo: un dolor universal que se extienda a todos los pecados sin exceptuar alguno; porque es preciso que la espada de la penitencia destruya todos los amalecitas [o amalequitas; ver Éxodo 17, 14, Deuteronomio 25, 19] sin que quede uno solo; pretender excepciones como Saúl, es pretender la propia ruina. Es menester un dolor fuerte proporcionado a las culpas; eficaz que no pare en proyectos ni en ligeras emociones.
Por falta de este dolor sois vosotros falsos penitentes, penitentes de costumbre, penitentes infelizmente impenitentes sois vosotros, ya se han pasado muchos días, meses y años, y vosotros siempre sois los mismos, y quiera Dios no lo seáis hasta la muerte. Recibiréis cien veces la absolución, y no seréis una sola convertidos; confesareis todos los años unos mismos pecados y os confesareis sin corregiros. ¿Por qué? Porque no tenéis dolor.
Ved, pues, algunos medios para alcanzar este soberano don. Pensad alguna vez lo mucho que debéis a Dios, y os sentiréis conmovidos de los afectos más tiernos. Implorando la divina gracia, poco a poco os sentiréis movidos de un grande horror al pecado, y de un vivo deseo de purificaros en las aguas de la penitencia. Id, redoblad y excitad vuestro fervor, con un crucifijo en la mano poned atentamente los ojos en aquella cabeza taladrada con las espinas, en aquel costado abierto, en aquellas manos traspasadas: abrazad, adorad la cruz del Redentor, y decidle a Dios: Señor, yo he podido por mí mismo apartarme de Vos, pero no puedo sin vuestro auxilio volverme de nuevo a Vos: es preciso que aquel mismo Dios a quien he ofendido, sea el primero que me busque. Yo vengo pues a Vos, oh Dios mío, con una confianza igual a mi reconocimiento: sí, yo os ofrezco en este día un corazón contrito y humillado; Vos no me arrojareis de vuestra presencia. Vuestro Profeta asegura mi confianza; pero es tal mi infelicidad, que yo no puedo ofreceros mi corazón, si Vos no me le dais: yo os lo pido por aquel Espíritu Divino, que ora y ruega por nosotros con gemidos inefables.
Con las palabras, pues, del Profeta y en nombre de toda la Iglesia, os invito a que vengáis a lavaros en la Piscina saludable de la penitencia: saldréis de ella plenamente purificados. No se os pide sino lo que Eliseo mandó hacer a Naamán; ninguna cosa difícil: el remedio es pronto, suave e infalible; negarse a él sería colmar vuestra malicia, y concluir vuestra reprobación. Pero viniendo a lavaros para conseguir una limpieza perfecta, debéis venir con las disposiciones necesarias, sondead bien los senos de vuestro corazón; haced una confesión sincera de todas vuestras miserias y que el dolor de haber ofendido a Dios sea soberano; y si habéis dejado reinar el pecado en vuestras almas aprovechaos de las armas que os ofrece la Iglesia para arrojarle de ella.
Sermón (parcial) del padre Manuel Fortea, publicado en el libro Sermones cuadragesimales (año 1833).
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