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Vida de los Santos Católicos
Breves historias en las vidas de los santos católicos cristianos
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Las historias de las vidas de los santos católicos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
La Iglesia gobernada siempre por el Espíritu Santo, siempre celosa por la gloria de los bienaventurados y atenta siempre a todo aquello que puede contribuir a la salvación de todos los fieles; no contenta con proponer cada día en particular alguno a algunos de aquellos dichosos moradores de la celestial Jerusalén como objeto digno de su veneración, protectores y guías de sus aciertos, junta hoy todos aquellos héroes cristianos, presentándoselos unidos por materia de su culto para que, en atención a tantos y tan poderosos intercesores que son a un mismo tiempo abogados y modelos, derrame Dios sobre nosotros con mayor abundancia los tesoros de su misericordia y todas las gracias que son menester para imitarlos.
Los consideramos nosotros como hermanos nuestros, miembros todos de un mismo cuerpo místico bajo una misma cabeza, y por consiguiente nos reputamos igualmente acreedores a la misma herencia que ellos, mientras por nuestra culpa no perdamos el derecho que legítimamente nos pertenece por el bautismo. Ellos fueron lo que nosotros somos y algún día podemos ser nosotros lo que son ellos. Gimieron como nosotros en este valle de lágrimas, lugar de aflicción y de destierro: estuvieron igualmente que nosotros expuestos a las mismas flaquezas, sujetos a las mismas tentaciones: corrieron los mismos peligros, encontraron las mismas dificultades, les salieron al camino los mismos estorbos. Pues de la misma manera que ellos y por los propios medios debemos nosotros superar los embarazos, con igual valor resistir a los mismos enemigos, y con la misma fidelidad corresponder a la gracia.
La gloria que gozan y la bienaventuranza que poseen, merecen nuestro culto, y son objeto digno de nuestra noble ambición. Sus méritos tan gloriosamente premiados exigen nuestra veneración y lo mucho que pueden con Dios es motivo justo para alentar nuestra confianza. Este es en suma el fin que se propone la Iglesia en el general y solemne culto que tributa hoy a los bienaventurados, y este es todo el objeto de la presente festividad.
En el discurso del año nos los hace presentes, poniéndonos a la vista cada uno en particular para que, sosteniendo nuestra fe y elevando hacia el cielo nuestra esperanza y la consideración a tan gloriosos objetos, nos acordemos de lo que fueron y de lo que son, advirtiendo lo que nosotros debemos ser para aumentar su número, agregándonos a ellos. Pero reconociendo que no son suficientes todos los días del año para tributar cultos en particular, aun a aquellos solos de que ella tiene noticia y por otra parte son innumerables los otros —cuyos nombres solo están escritos en el libro de la vida— los cuales, no obstante que no los conozcamos, no por eso son menos dignos de nuestro respeto y de nuestra veneración; escogió la Iglesia un día para honrarlos a todos, obligándolos con este culto especial a que todos se interesen más particularmente en la salvación de aquellos que no dejan de ser hermanos suyos, aunque giman todavía en este lugar de destierro.
Este día tan célebre y tan solemne es el primero de noviembre en que, juntando todas sus fiestas en una, a todos los empeña a que intercedan por nosotros al Señor.
Mucho tiempo antes que se fijase a este día la presente fiesta general, se solemnizaba dentro del tiempo pascual; es decir, entre pascua de Resurrección y Pentecostés, la fiesta de los santos en común con cierta especie de conmemoración universal; pero no comprendía mas que a la santísima Virgen, reina de todos los santos, a los apóstoles y a los mártires, cuyo glorioso triunfo se celebraba en aquel tiempo de alegría y regocijo. Estaba destinado el primer día de mayo para la fiesta de los apóstoles, y otro día del mismo mes para la de los mártires, a cuyo frente se colocaba siempre la santísima Virgen; pero todavía no se celebraba fiesta particular en honor de todos los santos, a la cual dio ocasión en cierta manera el famoso Panteón, templo de todos los dioses.
Era el edificio más suntuoso que se admiraba en Roma, reputado por maravilla del arte y por el último esmero de la arquitectura: muy capaz, muy elevado y de figura rotunda, en significación de que representaba al mundo. Obra erigida por Agripa algunos años antes del nacimiento de Cristo en memoria de la victoria que consiguió Augusto en la famosa jornada de Accio contra Antonio y contra Cleopatra; dándosele el nombre de Panteón, para denotar que en él se tributaba adoración a todos los dioses, no obstante que Agripa solo le había consagrado a Júpiter vengador. Empeñados los emperadores cristianos en abolir el culto de los ídolos, echaron por tierra todos sus templos para sepultar entre sus ruinas las reliquias de las supersticiones paganas, siendo quizá el Panteón el único monumento del gentilismo que se perdonó.
Se habían destruido los famosos templos de Júpiter Capitolmo en Roma, de Júpiter Celeste en Cartago, de Apolo en Delfos, de Ijiana en Éfeso, de Serapis en Alejandría; y subsistía un edicto del emperador Teodosio, en que se mandaba fuesen arrasados todos aquellos lugares de abominación y se colocasen cruces sobre los despojos de sus ruinas: providencia necesaria en los primeros tiempos de la Iglesia para abolir la memoria del gentilismo que había introducido el error en todos sus monumentos, cuyo ejemplo imitó San Gregorio el Grande hacia el fin del sexto siglo ejecutando lo mismo con los templos de Inglaterra en los principios de la dichosa conversión de los Ingleses. Pero cuando ya no había que temer a la idolatría, le pareció más acertado purificar los templos antiguos que arruinarlos para levantar otros nuevos. Con esta misma consideración, purifico y consagró Bonifacio IV el famoso Panteón, conservado hasta su tiempo para ilustre monumento de la victoria que la iglesia había conseguido de la ciega gentilidad, dedicándole a la santísima Virgen María y a todos los santos mártires, para que en adelante fuesen honrados todos los verdaderos santos en el mismo templo donde habían recibido sacrílegas adoraciones todos los dioses falsos; cuya famosa dedicación se solemnizó el día 12 de mayo del año 609; asegurando el cardenal Baronio haber leído en un documento muy antiguo que el referido Papa Bonifacio IV había trasladado al Panteón veinte y ocho carros cargados de huesos de santos mártires, sacándolos de las catacumbas de los contornos de Roma.
Sin embargo, no se debe decir que la fiesta o la dedicación de aquel magnifico templo –llamado al principio de Nuestra Señora de los Mártires y hoy Santa María la Rotunda– fuese en rigor la fiesta de todos los santos. La época de esta festividad se debe colocar en el pontificado de Gregorio III, que por los años 732 hizo erigir una capilla en la iglesia de San Pedro en honra del Salvador, de la santísima Virgen, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, y de todos los justos que reinan con Cristo en la celestial Jerusalén. Fiesta que al principio se celebró solo en Roma; pero muy en breve se extendió a todo el mundo cristiano y fue colocada entre las festividades de mayor solemnidad.
Habiendo pasado a Francia el Papa Gregorio IV el año de 835, mandó que se celebrase solemnemente la fiesta de todos los santos en la Iglesia universal, con cuya ocasión expidió un edicto el emperador Ludovico Pío y se fijó al primer día de noviembre en que, uniendo la Iglesia como en un solo cuerpo todas aquellas almas bienaventuradas, congrega (como se ha dicho) todas las fiestas en una, honrándolos a todos con religioso culto en una sola festividad. Como los gentiles celebraban este mismo día una fiesta en honor de todos los dioses, acompañándola con todo género de disoluciones, es muy probable que esto mismo determinó a la Iglesia para fijar esta fiesta en el propio día, que antes era de ayuno, el que desde entonces se anticipó a la vigilia; por lo que esta festividad ocupa lugar entre las más solemnes, siendo toda vía de precepto en el reino de Inglaterra, aun después que el cisma y la herejía desterraron casi todas las demás. El Papa Sixto IV mandó que se celebrase con octava, quedando de esta manera constituida entre las más solemnes de toda la Iglesia universal.
Es sin duda grande el número de los santos, cuya memoria celebra cada día; pero es mucho mayor el de aquellos, cuyos nombres, virtudes y merecimientos se ocultan a su noticia. Cuántos santos hay de todas edades, de todas condiciones, de todos estados, en todas las naciones y en todos los pueblos! ¡Cuántas virtudes heroicas, cuyo resplandor se sepulta en el retiro de la soledad! ¡Cuántos héroes cristianos enterrados en esos desiertos! ¡Cuántos siervos de Dios escondidos en la oscuridad de una vida pobre, humilde, mortificada, ignorados del mundo, y únicamente conocidos de aquel Señor a quien sirven! ¡Cuántas grandes almas en empleos bajos, abatidos y viles! ¡Cuántas eminentes virtudes son robadas a nuestra noticia por las paredes de los claustros! ¡Cuántos santos se fabrican en el taller de las adversidades y en el ejercicio de la mortificación y de la penitencia!
Los conoció Dios, los recompensó abundantemente, y los hará gloriosos a los ojos de los hombres en el gran día de los premios y de los castigos; pero era muy puesto en razón que la Iglesia rindiese honores en la tierra a los que Dios ha glorificado ya en el cielo. No hay alguno de estos bienaventurados que no se interese en nuestra salvación: solicitamos protección, imploramos su asistencia, tenemos necesidad de sus oraciones, y merecen nuestro culto. Este es el que hoy les tributamos.
Cuando la Iglesia en la festividad de todos los santos nos presenta a todos estos privados del Altísimo, no se contenta con proponerlos a nuestra veneración para el culto e intenta también hacerlos presentes a nuestra imitación para el ejemplo. Nos dice a todos en este día que aquellos cuya celestial sabiduría es objeto de nuestra admiración, cuya virtud lo es de nuestro respeto, cuya gloria lo es de nuestro gozo, cuyos merecimientos celebramos, cuyo triunfo aplaudimos… son unos escogidos de Dios, que fueron de nuestra misma edad, de nuestro mismo sexo, de nuestra misma condición, de nuestro mismo estado, de nuestro mismo empleo y de nuestro mismo nacimiento. Entre aquella multitud innumerable de bienaventurados tributamos hoy adoraciones al pobre oficial, al humilde labrador, al lacayo, al ínfimo criado que en la oscuridad de su clase, en la mediocridad de su fortuna y en los penosos ejercicios de su abatido ministerio supieron ser santos, haciendo una vida inocente, devota y verdaderamente cristiana. Honramos a los príncipes y a los reyes que en la elevación del trono y entre el esplendor de la corte conservaron unas costumbres irreprensibles y puras, cultivaron la santidad, y no conocieron otra política, ni otras reglas para gobernar sus acciones que las máximas del Evangelio. Veneramos aquellos hombres acomodados, aquellos ricos del mundo, más prudentes, más discretos que otros muchos; pues, no dejándose deslumbrar del falso oropel de los honores, ni afeminar su corazón con el halagüeño atractivo de las riquezas, usaron de sus bienes para borrar sus pecados, supieron burlar los lazos que el mundo les armaba, y despreciando toda otra fortuna que la eterna, arreglaron sus costumbres por los principios de la fe, y acertaron a ser santos donde tantos otros se pierden. Adoramos en fin a nuestros mismos hermanos, que dentro del gremio donde nosotros vivimos, siguiendo nuestro mismo instituto, y observando aquellas mismas reglas que nosotros tenemos, arribaron a una eminente santidad: a nuestros parientes, nuestros amigos y a nuestros paisanos que, con las mismas pasiones, con las mismas dificultades, con los propios estorbos, y con iguales auxilios, sin otros algunos medios, acertaron a salvarse y llegaron dichosamente al término de su carrera. ¿Qué excusa podemos alegar para no aumentar algún día el número de aquellas almas felices? Y si nos condenamos, ¡qué justa, pero qué cruel reconvención no nos harán por toda la eternidad aquellos espíritus bienaventurados!
No por cierto; los santos no llegaron a ser todo lo que fueron precisamente por haberse ejercitado en obras ruidosas y singulares. Sin ellas podían ser santos, y también podían no serlo con ellas. ¡Cuántos predestinados no hicieron en la tierra cosa particular que mereciese admiración! ¡Y cuántos réprobos hicieron en el mundo acciones gloriosas que les merecieron los aplausos de los hombres al mismo tiempo que Dios los condenaba! Los santos fueron santos precisamente porque cumplieron con las obligaciones de su estado… porque en todas materias prefirieron su conciencia a los intereses humanos, la ley de Dios a sus inclinaciones, y las máximas del Evangelio a las máximas del mundo. San Luis, San Eduardo, Santa Isabel en el trono; San Isidro labrador en el campo, San Homobono en su taller, y Santa Blandina en su cocina; tantos santos como vivieron con nosotros dentro de una misma comunidad; tantos santos de una misma familia son argumentos convincentes de que para ninguno es impracticable la virtud, y que en esta no hay cosa tan ardua, que no lleve consigo el medio para superarla.
San Isidro Labrador (22 de marzo)
Esto mismo nos demuestra hoy palpablemente la Iglesia, poniéndonos a la vista tantos millones de santos que efectivamente fueron en el mundo aquello mismo que nosotros pretendemos ser imposible. Cuando nos hace presentes aquellos religiosos, aquellas tiernas doncellas, aquellos hombres del mundo, aquellos ricos y aquellos pobres que son materia de esta solemnidad, objeto de nuestro culto, nos dice, como en otro tiempo se decía así mismo San Agustín: Pues qué, ¿no podrás hacer tú lo que hicieron estos y aquellas? Ciertamente ningún pretexto podemos alegar que no le destruya el ejemplo de los santos. Ellos tuvieron los mismos cuidados que nosotros, padecieron las mismas tentaciones, lidiaron con las mismas pasiones, se encontraron con los mismos embarazos, y no sirvieron a otro dueño que al que nosotros servimos: todos tenemos una misma ley y ellos no aspiraron a otra gloria diferente.
Muchos de los que nos precedieron en nuestro estado y en nuestro empleo fueron santos. Muchos de los que nos han de suceder lo serán también. ¡Qué desgracia, qué dolor será el nuestro en la hora de la muerte si no nos aprovechamos de sus ejemplos! Se predican hoy en los púlpitos las alabanzas de todos los santos: ¿llegará por ventura algún día en que también se prediquen las nuestras? Pero si no llega este día, ¿cuál será nuestra desdichada suerte?
Exclama el venerable Beda:
PROPÓSITOS
No hay edad, condición, ni estado; no hay reino, provincia, pueblo ni aún quizá familia donde no haya habido algunos santos. Pon los ojos en aquellos que lo fueron dentro de tu estado y que te sirvan de modelos. En esta misteriosa variedad de bienaventurados resplandece la providencia de nuestro Dios, igualmente amable que adorable. Formó santos de todas especies y de todas condiciones, no solo para que ninguno pudiese justamente imputar a su profesión la relajación de su vida, sino para que no hubiese siquiera uno a quien su misma profesión no presentase un vivo retrato de la virtud y de la santidad que es propia de ella: ¿pues qué excusa podrás alegar para no ser santo? No te contentes con admirar, con aplaudir, ni con honrar a los santos; resuélvete a imitar sus ejemplos. No dejes de leer o de hacer que se lea delante de toda la familia la vida del santo que celebra la Iglesia en aquel día, pues en todas hallarás asunto a la edificación y materia para el ejemplo. Con este espíritu has de leer en sus vidas, en la inteligencia de que el ejemplo es el que hace más impresión en los corazones. No pares la atención en lo maravilloso, sino en lo práctico: esto fue lo que a ellos los hizo santos, y esto es lo que más contribuye a que también lo seamos nosotros.
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