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Santo Tomás de Aquino, Confesor y Doctor (7 de marzo)
Santo Tomás, ornamento grande del estado religioso, una de las más brillantes lumbreras de todo el mundo, y uno de los mayores santos y de los más esclarecidos doctores de la Iglesia, fue italiano: debió su origen a una de las más nobles familias de todo el reino de Nápoles. Landulfo, su padre, era de la ilustrísima casa de los condes de Aquino, entroncada con los reyes de Sicilia y de Aragón; y Teodora, su madre, fue hija del conde Chieli, descendiente de los príncipes normandos, conquistadores en otro tiempo de los reinos de Nápoles y de Sicilia. Nació Tomás al mundo en el mes de marzo de 1225, hallándose su madre en el castillo de Roca-Sicca, poco distante de la ciudad de Aquino. Le pusiéron el nombre de Tomás, como lo había anunciado con anticipación un venerable ermitaño, pronosticando al mismo tiempo los importantes servicios que aquel niño había de hacer a la Iglesia.
¿Qué tenía el niño Tomás en sus manitas?
No tardó en confirmarse el vaticinio de este varón venerable con un singular suceso. Notó un día el ama que le criaba que tenía un papelito en la mano, y, queriendo quitárselo, le apretó tanto entre sus manitas el niño, a la sazón de solo un año, lloró y se afligió de tal modo, que se vio precisada a desistir del intento; pero la condesa, su madre, picada de la curiosidad de saber lo que contenía el papel, se lo arrancó con violencia, y quedó extrañamente sorprendida cuando vio que estaban escritas en él estas palabras: Ave María. El llanto, los gritos y los sentimientos del niño fueron tantos, que para callarle fue preciso restituirle el papelito; mas, apenas lo volvio a ver en sus manos, cuando con ambas lo aplicó apresuradamente a la boquita, haciendo ademán ansioso de tragárselo. Se halláron presentes a este extraño suceso muchos testigos, y todos pronosticaron que algún día sería el niño Tomás tan gran santo como fidelísimo siervo de María.
Todas sus inclinaciones iban derechas a la piedad; y para cultivarlas mejor, a los cinco años lo enviaron sus padres a que se criase entre la nobilísima juventud que estaba a cargo de los monjes en el Monte Casino. En ella aprendió con feliz suceso las letras humanas y la filosofía; pero, aunque eran grandes sus progresos en las letras, fueron sin comparación mayores sus avances en la ciencia de los santos. Conservó el candor de la inocencia en medio de la corrupción del siglo; pero, temeroso del naufragio, buscó puerto; y, conociendo el peligro, buscó asilo. Lo halló seguro en la celebérrima Orden de Predicadores de Nápoles a los diez y ocho años de edad; y a los primeros días de novicio, no solo era edificación, sino dechado a los perfectos.
Pasmó al mundo, poco acostumbrado entonces a semejantes ejemplos, el retiro de un joven de aquella calidad y de aquellas esperanzas.
Sus parientes quedaron atónitos; y noticioso el novicio de que su madre se encaminaba a Nápoles con resolución de sacarle de la religión, rogó al prior que le transportase a Roma. A ella le siguió la afligidísima señora; y no encontrándolo allí, porque, recelosos los superiores de este lance, le habían enviado a París para que en aquella universidad perfeccionase sus estudios, no por eso desmayó ni desistió del empeño.
Escribió sin perder tiempo a sus dos hijos mayores Landulfo y Reinaldo, que servían en las tropas del emperador Federico, y se hallaban a la sazón en Toscana, que no perdonasen diligencia alguna para coger a su hermano Tomás, y que le enviasen con buena escolta. La obedecieron, lo siguieron, lo alcanzaron, lo prendieron y lo remitieron a la madre bien asegurado.
La condesa, que se vio con Tomás en su poder y a su disposición, empeñada más que nunca en desviarle del estado religioso, se valió de cuantos artificios le sugirieron el amor y la industria para arrancarle la vocación y para obligarle a dejar el hábito que vestía: ruegos, razones, lágrimas, lisonjas, amenazas, todo lo empleó aquella señora; pero todo sin provecho. Viendo la madre desairados sus esfuerzos y que nada adelantaba, encomendó la empresa a una hija suya, dama de singularísimo respeto, fiando a su discreción, a sus razones, a su arte y a sus lágrimas el triunfo de la resistencia de Tomás; pero como éste adquiría cada día nuevas fuerzas, recurriendo a la oración, se defendió del nuevo violento ataque con tan feliz suceso, que no solo no se entibió en el fervoroso empeño de mantenerse en el estado que tenía, sino que supo persuadir a su hermana a que imitase su ejemplo, abrazando el mismo estado, como lo ejecutó en el convento de Santa María de Capua, donde fue abadesa, terminando en él santamente su ejemplar vida.
No fue tan feliz en los efectos, pero fue más meritoria en la fatiga y más gloriosa para el Santo la victoria que consiguió de sus hermanos. Vueltos del ejército a su casa Landulfo y Reinaldo, se aconsejaron solo con el orgullo y con el espíritu de soldados, y quisieron llevar el negocio con fuerza declarada. Encerraron más estrechamente a Tomás en la torre del castillo, le arrancaron el santo hábito con violencia militar, lo hicieron mil pedazos y se empeñaron en cansar su perseverancia al rigor de inhumanos tratamientos. Lo hallaron inflexible; y escuchando únicamente las voces de la pasión, desatendiendo a los gritos de su religión y de su sangre, intentaron rendir dulcemente por la sensualidad y por el deleite al que no habían podido vencer por rigor ni por violencia. Discurrieron (y no discurrieron mal) que presto perdería la vocación como perdiese la gracia; y con esta diabólica idea introdujeron en el cuarto de la torre a una dama cortesana, de aquellas que hacen menor el riesgo por su celebrada belleza que por su desenvoltura.
El ataque fue violento, y Tomás conoció toda la fuerza del peligro. Levantó el corazón a Dios, imploró el auxilio de María, y, viendo cerradas las puertas a otro arbitrio, cogió intrépidamente un tizón que encontró en la chimenea, y con él puso en precipitada fuga a aquella infeliz mujer. La misma madre, que se acordó entonces de lo mucho que se había pronosticado acerca de aquel hijo, no quiso hacer más resistencia a los intentos de Dios; y disimulando la noticia que ya tenía de las medidas que se tomaban para libertarle, permitió que le descolgasen por una ventana de la torre.
Restituido Tomás a su libertad después de una prisión de casi dos años, pasó al convento de Nápoles, donde fue recibido de aquellos Padres con el gozo y con el aplauso que merecía su virtud y su perseverancia. Allí hizo la profesión; pero, temerosos los superiores de que segunda vez les robasen aquel tesoro, le enviaron prontamente a Roma, de donde el general de la Orden, Fray Juan Alemán, le hizo partir para París, y desde allí le destinaron a Colonia, donde a la sazón se hallaba enseñando teología Alberto Magno, el más acreditado doctor que en aquel tiempo tenía el sagrado Orden de Predicadores.
Bajo la disciplina de tan insigne maestro hizo Tomás asombrosos progresos en la más sagrada de todas las facultades, pero tan bien disimulados entre el velo de la modestia y de un profundo silencio, que sus condiscípulos le llamaban el buey mudo; mas no le valió el cuidado con que procuraba confirmar la opinión menos ventajosa que se tenía de sus talentos, porque se traslucía su ingenio a pesar de su humildad; y aquel imaginado buey mudo, dentro de poco tiempo fue el oráculo del mundo y el ángel de las escuelas; tanto, que la penetración, la erudición y el método que se admira en todas sus obras acredita lo que el Papa Juan XXII afirma en la bula de su canonización, que su doctrina tuvo más de infusa que de adquirida. Siempre daba principio al estudio por la oración, confesando él mismo que, en las dudas que se le ofrecían, su principal oráculo era el Crucifijo. Enseñó en Bolonia, en Fondi, en Pisa, en Orbieto, con la misma reputación que en París; y en todas partes dejó tanta memoria de su heroica santidad como de su milagrosa sabiduría.
Habiéndose desenfrenado contra las sagradas religiones ciertos ingenios malignos, y habiéndose declarado contra la Silla Apostólica algunos herejes de aquel tiempo, hizo enmudecer a los unos, y confundió con sus escritos el orgullo de los otros con tanta viveza y con tan victoriosa eficacia, que desde entonces le miraron y le temieron como su mayor azote, así los disolutos como los enemigos de la Iglesia.
A la elevada y vasta extensión de sabiduría que todos admiraban en Tomás, correspondió siempre la eminencia de su heroica virtud. No era fácil encontrar hombre de mérito más real, más verdadero, ni más universalmente reconocido; pero, al mismo tiempo, tampoco era posible hallar otro más humilde. Cuando estaba enseñando en Bolonia, llegó al convento un fraile que no le conocía y teniendo que comprar no sé qué cosas, le pidió que le fuese acompañando a la plaza. Se hallaba a la ocasión el Santo con un pie muy dolorido, y estaba cerca la hora de entrar en lección; pero, sin alegar una ni otra excusa, aunque tan legítima, al punto fue acompañando a aquel buen religioso, el cual, luego que cayó en su inadvertencia, conociendo al que le acompañaba, comenzó a disculpar su inconsideración; mas el Santo se halló más embarazado oyendo las excusas de aquel buen fraile que en el ejercicio del acto de humildad que acababa de hacer, impelido de su singular modestia. Se resistió invenciblemente a las primeras dignidades eclesiásticas con que le brindaban, y no fueron bastantes a rendirle las eficacísimas instancias del Papa para que aceptase el arzobispado de Nápoles.
La exterior mortificación de cuerpo y la interior sujeción de las inclinaciones del alma no podía ser mayor. Parecía hombre sin pasiones, según las tenía rendidas a la razón. La dulce suavidad del genio, el tono de la voz y la serenidad del semblante, siempre se conservaron inalterables; y, a fuerza de macerar la carne, casi había perdido el uso de los sentidos.
Aunque el Cielo, por especial privilegio, le había comunicado el precioso don de la castidad, no perdonaba su recato a medio alguno de los que conducen para conservar esta delicada virtud. Jamás miró a la cara a mujer alguna, y toda la vida evitó escrupulosamente cuantas conversaciones pudo excusar con este peligroso sexo.
Pero la devoción más sobresaliente o, por decirlo de otra manera, la devoción preferida de Tomás, fue la que profesó al Santísimo Sacramento. Siempre que se llegaba al altar y se separaba de él, le dejaba bañado en lágrimas amorosas. Brotaban por el semblante los interiores incendios de su amor. Por orden del Papa Urbano IV compuso el Oficio del Sacramento, con aquella tierna efusión de corazón que respira cada palabra; y no contribuyó poco a que se mandase celebrar su fiesta con tanta solemnidad en la Iglesia universal, volviendo a encender en los corazones cristianos el casi apagado fuego del amor a Nuestro Sacramentado Dueño.
Desde la cuna fue como el carácter de Tomás la ternura y la confianza con la Santísima Virgen, mereciéndole el glorioso antonomástico dictado de Favorecido de María. Se le apareció muchas veces esta soberana Reina, y pocos días antes de morir aseguró que nada había pedido al Hijo, por intercesión de la Madre, que no hubiese conseguido.
Como a este doctor admirable se le debe el método regular que reina en las escuelas, a cuyo favor se desembarazan de toda confusión las opiniones, se quita la máscara al error, sale la verdad a la luz del mediodía, y se explican los dogmas de la fe con purísima limpieza, según la verdadera inteligencia de la Iglesia y de los Padres, no ha conocido la herejía mayor enemigo que Tomás, porque ningún heresiarca ha podido defenderse contra la solidez de su doctrina.
[…]
Pero el mayor elogio de este gran doctor y de su asombrosa doctrina, es lo que le sucedió hallándose en Nápoles… Se hallaba en oración en la capilla de San Nicolás delante de un Crucifijo, cuando, arrebatado en dulce éxtasis, oyó una voz clara y distinta, que salía del mismo Crucifijo, y le decía estas palabras: Tomás, bien has escrito de Mi: ¿con qué quieres que te premie? A lo que el Santo respondió: Señor, con ninguna otra cosa sino con Vos mismo: favor que se dice le repitió el Cielo otras dos veces; una en Orbieto, cuando componía el Oficio del Santísimo Sacramento, y otra en París, cuando explicaba lo que nos enseña la fe acerca de este misterio.
Se hallaba en Nápoles nuestro Santo dando fin a sus últimas obras, cuando recibió orden del Papa Gregorio X para que pasase al Concilio general que acababa de convocar en la ciudad de Lyon; y, no obstante estar mal convalecido [sanado] de una especie de apoplejía, cuya violencia le había privado del sentido por espacio de tres días, al punto se puso en camino. Pero apenas llegó al monasterio de Fosa-Nova, del esclarecido Orden del Císter, cuando le asaltó de nuevo el maligno accidente. Experimentó algún alivio, en fuerza de los remedios que se le aplicaron, y del caritativo desvelo con que acudieron los monjes a conservar aquella preciosa vida; y, aprovechándose de este paréntesis, le suplicaron compusiese una exposición del libro de los Cantares: condescendió el docilísimo Tomás; comenzó a trabajarla; pero no pudo concluirla, porque el porfiado accidente le volvió a asaltar con mayor y más peligroso insulto.
Conociendo ya que se iba acercando el dichoso fin de su gloriosa carrera, se confesó y recibió el Santo Viático, haciendo la profesión de la fe a vista de la Hostia consagrada, con lágrimas tan copiosas y tan tiernas, que las sacó también en mucha abundancia a los ojos de todos los asistentes; y, habiendo recibido la Extremaunción con devoción extraordinaria, rindió tranquilamente su espíritu en manos de su Criador y pasó a recibir en el Cielo el premio que el Señor le tenía preparado. Fue su dichosa muerte en miércoles, 7 de marzo del año 1274, teniendo solo cincuenta años de edad, pero tan llenos de gloria como colmados de merecimientos.
Así por los muchos milagros que obró en vida, como por los que se continuaron en su sepulcro después de su felicísima muerte, pero mucho más por el mayor de todos los milagros, que fue su asombrosa vida, le canonizó el Papa Juan XXII el año de 1323, a los cuarenta y nueve años después de muerto; y en el de 1567 mandó San Pío V que en todo el mundo católico se rezase el oficio de Santo Tomás, como de doctor de la Iglesia. [El] Romano Pontífice León XIII le ha declarado Patrono celestial de todas las escuelas católicas.
Santo Tomás de Aquino, ruega por nosotros
Fueron muchas las traslaciones que se hicieron del santo cuerpo, y en todas ellas se halló entero e incorrupto. Hubo grandes y ruidosos pleitos entre los PP. Dominicos y los monjes de Fosa Nova sobre la posesión de estas inestimables reliquias, hasta que el Papa Urbano V los terminó en favor de los primeros y, en virtud de la sentencia pontificia, fue trasladado el cuerpo de Santo Tomás al convento de Tolosa el año de 1369. La corte de París está enriquecida con un hueso del brazo derecho, la de Nápoles con otro, y esta segunda ciudad venera y honra a Tomás como a uno de sus Patronos.
Reflexiones
Muchos quisieran ser sabios, muchos aspiran a serlo; porque, con efecto, la sabiduría honra, hace merced a quien la posee; pero pocos se dedican a aprender la verdadera sabiduría, porque eso cuesta mucho al amor propio. Quiere el hombre ignorarse a sí mismo, huye de sí propio, ocupado enteramente en conocer y en censurar a los otros. Como dentro de sí mismo no encuentra cosa que no le humille, vuelve la vista a otra parte. De aquí nace que hay pocos que se corrijan, porque hay pocos que se conozcan.
Amase la sabiduría, pero una sabiduría política, una sabiduría de temperamento más que de virtud. La sabiduría del mundo es necia, es insensata; defectuosa en los principios y errada en el fin. Hablando en propiedad, solo es sabiduría de bien parecer; no tiene más objeto que el interés y la vanidad. Sabiduría que mira Dios con horror, y aun le causa asco.
No hay otra sabiduría verdadera que la sabiduría cristiana, cuya esencia consiste en conocer a Dios como a nuestro último fin, y en aplicar los medios más seguros para llegar a Él: esta es nuestra verdadera y nuestra única felicidad. El hombre que no supo salvarse, nada supo.
Propósitos
Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos, dice el Salvador. Se anda preguntando, se anda consultando qué medios se han de aplicar para ser santo. No te dispenses jamás ni en un átomo de la ley de Dios; guarda sus Mandamientos con escrupulosa puntualidad; observa religiosamente las más mínimas obligaciones de tu estado; no escuches la voz de los sentidos, ni la inclinación de las pasiones, ni la imperiosa autoridad del mal ejemplo. Cuando Dios habla, todo debe callar; cuando Él manda, todo debe obedecer. Examina aquí quién te ha dispensado tantas veces en las más sagradas obligaciones de la ley… en lo que te prescriben sus reglas, y en el indispensable precepto de la penitencia. Vuelve a leer el método de vida que ofreciste observar, los propósitos que hiciste, y considera si has sido fiel en guardarlos. Nota los que has quebrantado, y no se pase este día sin reformarte. Lee hoy así los Mandamientos de la Ley de Dios como los de la Santa Madre Iglesia: muchos los aprenden cuando niños, y después los dejan olvidar cuando ya adultos. Toma una media hora, o por lo menos un cuarto de hora, para rumiarlos, para considerarlos y para preguntarte cómo has cumplido con ellos.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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