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La Fiesta del Santísimo Rosario de Nuestra Señora (7 de Octubre)
Así como cada día estamos recibiendo nuevos favores y nuevos beneficios de la Santísima Virgen, así también tiene cuidado la Santa Iglesia de manifestarle nuestro debido reconocimiento, instituyendo nuevas solemnidades, pretendiendo excitar y aumentar todos los días la tierna devoción de los fieles con fiestas particulares. El motivo o la ocasión de la solemnidad de este día fue uno de los más señalados favores que recibió la cristiandad por la poderosa intercesión de la Madre de Dios, al tiempo que los turcos, orgullosos con las grandes conquistas que hacían cada día sobre los cristianos, nada menos se prometían que apoderarse de toda la Europa, y enarbolar su media luna sobre la cúpula de la Iglesia de San Pedro en la capital del mundo cristiano.
Había más de un siglo que los turcos tenían llena de terror a toda la cristiandad por una continua serie de victorias que les permitía Dios, ya para castigar los pecados de los cristianos, ya para volver a excitar en sus fríos corazones la medio apagada fe. El año de 1521 se apoderó Solimán II [Nota del transcriptor: En realidad fue Solimán primero] de la plaza de Belgrado; el de 1522 se hizo dueño de la Isla de Rodas; y pensando ya únicamente en dilatar sus conquistas hasta donde se extendía su ambición, entró en Hungría el año de 1526; ganó la batalla de Mohaes; se apoderó de Buda, de Pest, de Gran y de algunas otras plazas; penetró hasta Viena de Austria; tomó y saqueó a Tauris; y por medio de sus generales rindió con las armas otras provincias de Europa. Su hijo y sucesor Selim II conquistó la isla de Chipre el año de 1571; puso en el mar la más numerosa y la más formidable armada que había visto aquel monstruo sobre sus espaldas, lisonjeándose de hacerse dueño con ella no menos que de toda Italia. Atónita una gran parte de la cristiandad, consideró que dependía su fortuna de la dudosa suerte de una batalla. Era muy inferior la armada naval de los cristianos a la de los turcos, y no podía prometerse la victoria sino precisamente con la asistencia del cielo. La consiguieron por intercesión de la Santísima Virgen, bajo cuya protección había puesto la armada el Santo Pontífice San Pío V. Se dio esta memorable batalla, la más célebre que los cristianos habían ganado en el mar, el día 7 de octubre del año de 1571.
La batalla de Lepanto, 1571 d.C.
Estaban los turcos ancorados en Lepanto, cuando tuvieron aviso de que los cristianos, saliendo del puerto de Corfú, venían a echarse a velas tendidas sobre ellos. Tenían tan bajo concepto de la armada cristiana, que nunca creyeron tuviesen atrevimiento a presentarles el combate. Sabían a punto fijo el número de navíos de que se componía; pero ignoraban que venían a pelear bajo la protección de la Santísima Virgen, en quien, después de Dios, tenían colocada toda su confianza; y por eso quedaron extrañamente sorprendidos cuando fueron informados de que la armada naval de los cristianos había ya ganado ya la altura de la isla de Cefalonia. Acostumbrados los turcos después de tanto tiempo a vencer y a derrotar los cristianos, celebraron su intrépida cercanía como presagio seguro de una completa victoria. Superiores en tropas y en navíos, levantaron áncoras para cerrarles el paso con ánimo de cortarlos y de envolverlos; de manera que ni uno solo escapase para llevar la noticia de su derrota. Apenas se dejó ver la armada otomana, mandada por Ali Pasha, cuando la armada cristiana, que con título de generalísimo mandaba el señor don Juan de Austria, hermano natural de Felipe II, rey de España, juntamente con Marco Antonio Colona, general de la escuadra pontificia, levantando un esforzado grito, invocó la intersección de la Santísima Virgen, su soberana protectora.
La intercesión de la Virgen María en la batalla de Lepanto
Se hallaban las dos armadas a distancia de doce millas cuando se dio la señal de combatir, y se enarboló el estandarte que los dos comandantes habían recibido en Nápoles de parte de su Santidad. Apenas se descubrió la imagen de Cristo crucificado que estaba bordada en el estandarte pontificio, cuando le saludó toda la armada con grandes gritos de alegría; y haciendo señal a la oración, todos los oficiales y todos los soldados adoraron de rodillas la imagen del crucifijo: espectáculo verdaderamente tierno y religioso ver al oficial y al soldado armado para pelear a los pies de Jesucristo, implorando su asistencia para vencer a los infieles por intercesión de su madre la Santísima Virgen, cuya imagen se veneraba a bordo de todas las embarcaciones. Entre tanto, se iban acercando las dos armadas, favorecida del viento la cuadra turca, circunstancia que daba mucho cuerpo al sobresalto y al temor. Se volvieron entonces con mayor fervor los cristianos a la soberana Reina, bajo cuyos auspicios iban a combatir, y cambiándose el viento de repente, comenzó a soplarles de popa con tanta dicha, que todo el humo de la artillería cargaba sobre la escuadra otomana, mudanza que todos calificaron de milagrosa, recibiéndola como visible prueba de la asistencia del cielo. Se hallaron a tiro de cañón las dos armadas el día 7 de octubre, y se hizo tan terrible fuego de una y otra parte, que por largo espacio de tiempo quedó el aire oscurecido con la densidad del humo. Tres horas había durado ya el obstinado combate con empeñado valor, y con casi igual ventaja de unos y de otros combatientes, cuando los cristianos, más confiados en la protección del cielo, que en los esfuerzos de su corazón y de su brazo, observaron que los turcos comenzaban a ceder, y que se iban retirando hacia la costa. Redoblando entonces su confianza y su ardimiento nuestros generales, hicieron nuevo fuego sobre la capitana turca; mataron a Ali Pasha, abordaron su galera y arrancaron el estandarte. Mandó a este tiempo don Juan de Austria que todos gritasen victoria, y ya desde entonces, dejando de ser combate, comenzó a ser horrible carnicería en los infelices turcos, que se dejaban degollar sin resistencia. Treinta mil hombres perdieron estos en aquella célebre batalla, una de las más sangrientas para ellos que jamás habían conocido desde la fundación del imperio otomano. Hicieron los cristianos cinco mil prisioneros, entre los cuales fueron dos hijos de Halí, y se hicieron dueños de ciento y treinta galeras turcas; mas de otras noventa perecieron o dando a la costa, o yéndose a fondo, o consumidas por el fuego; cobraron libertad por esta insigne victoria casi veinte mil cristianos, y en la armada de estos faltó tan poca gente que todo el orbe reconoció visiblemente la asistencia del cielo, y aclamó el portentoso milagro. Se consternó tanto toda la ciudad de Constantinopla, como si ya estuviera el enemigo a la puerta, y los turcos daban a guardar sus tesoros a los cristianos, suplicándoles que, cuando se hiciesen dueños de la ciudad y del imperio, les perdonasen las vidas y los tratasen con piedad.
El Papa San Pío V
Tuvo revelación de la victoria el Santo Pontífice Pío V en el mismo punto que fueron derrotados los turcos; tan firmemente persuadido de que había sido efecto de la particular protección de la Santísima Virgen, que instituyó esta fiesta con el nombre de Nuestra Señora de la Victoria, como lo anuncia el martirologio romano por estos términos: El mismo día 7 de octubre, la conmemoración de Nuestra Señora de la Victoria, fiesta que instituyó el Santo Papa Pío V en acción de gracias por la gloriosa victoriosa que en este día consiguieron los Cristianos de los turcos en una batalla naval por la particular protección de la Santísima Virgen.
Para empeñar más particularmente la poderosa protección de esta Señora a favor de las armas cristianas en ocasión tan peligrosa, se había valido el Santo Pontífice de la devoción del Santo Rosario, tan del agrado de la soberana Reina, y ya entonces muy antigua en la Iglesia de Dios, y por eso mandó que la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria fuese al mismo tiempo la solemnidad del Santísimo Rosario. No menos convencido el Papa Gregorio XIII de que la batalla de Lepanto, ganada contra los turcos, se debía a esta célebre devoción, ordenó, en reconocimiento a la Santísima Virgen, que perpetuamente se celebrase la solemnidad del Rosario el primer domingo de octubre en todas las iglesias donde se erigiese esta devotísima cofradía.
Clemente XI, uno de los pontífices que gobernaron la Iglesia de Dios con mayor celo, con mayor prudencia y con mayor dignidad, noticioso de la victoria que las tropas del emperador consiguieron de los turcos el día de Nuestra Señora de las Nieves 5 de agosto de 1716, cerca de Salakemen, conocida con el nombre de la batalla de Selim, una de las más completas que hasta ahora se han ganado contra los infieles, pues perdieron en ella más de treinta mil turcos, que quedaron tendidos en el campo de batalla, sin contar los prisioneros, toda su artillería, sus tiendas, sus bagajes, las provisiones, la cancillería, la caja militar, dos colas de caballo, todas sus banderas y estandartes; reconociendo muy bien que está señalada victoria se debía a la especial protección de la Santísima Virgen, mandó desde luego cantar una misa solemne en Santa María la Mayor en acción de gracias de tan insigne beneficio. A este inmediatamente siguió otro en nada inferior al primero, cual fue haber levantado el sitio de Corfú en el día de la octava de la Asunción, 22 del mismo mes y año. Agradecido el piadosísimo pontífice a esta doble protección, después de haber publicado una indulgencia plenaria en Santa María de la Victoria, y enviados los estandartes que se tomaron a los turcos a Santa María la Mayor y a Loreto, mandó que la fiesta del Rosario, limitada hasta entonces a las iglesias de los padres dominicos y a aquellas donde hubiese cofradía de esta advocación, en adelante fuese fiesta solemne de precepto para toda la Iglesia universal en el primer domingo de octubre; muy persuadido de que la devoción del Rosario era el medio más eficaz y más propio para agradecer a la Santísima Virgen los favores recibidos por su poderosa protección, y para empeñarla en que cada día nos dispensase otros nuevos y mayores.
Nuestra Señora del Rosario con Santo Domingo y Santa Rosa de Lima
Es bien sabido que este método de orar se le debe al gran Santo Domingo, que estableció esta admirable devoción en consecuencia de una visión con que le favoreció la Santísima Virgen el año de 1208 al mismo tiempo que estaba predicando contra los errores de los albigenses. Se hallaba un día el santo en fervorosa oración dentro de la capilla de Nuestra Señora de la Provilla, y apareciéndosele la Madre de misericordia, le dijo: Que, habiendo sido la salutación angélica como el principio de la redención del género humano, era razón que lo fuese también de la conversión de los herejes y de la victoria contra los infieles; que por tanto, predicando la devoción del Rosario, que se compone de ciento cincuenta Ave Marías, como el salterio de ciento cincuenta salmos, experimentaría milagrosos sucesos en sus trabajos, y una continuada serie de victorias contra la herejía. Obedeció Santo Domingo el soberano precepto; y en lugar de detenerse, como lo había hecho hasta entonces en disputas y controversias, que por lo regular son de poco fruto, no hizo en adelante otra cosa que predicar las grandezas y excelencias de la Madre de Dios, explicando a los pueblos el mérito, las utilidades y el método práctico del Santísimo Rosario. Luego se palpó la excelencia de esta admirable devoción; siendo la mayor prueba de su maravillosa eficacia la conversión de más de cien mil herejes, y la mudanza de vida de un prodigioso número de pecadores atraídos a la verdadera penitencia, y arrancados de sus inveteradas costumbres. Esta fue, hablando en propiedad, la verdadera época de la devoción del Santísimo Rosario y de su famosa cofradía, tan célebre en todo el mundo cristiano, autorizada por tantos sumos pontífices, con tantos y tan singulares privilegios, y considerada ya como dichosa señal de predestinación respecto de todos sus cofrades.
A la verdad, ¿qué devoción puede haber más grata a los ojos de Dios, ni qué oración más eficaz para merecer la protección de la Santísima Virgen? El Padre nuestro, o la oración dominical, que en ella se repite tantas veces, nos la enseñó el mismo Jesucristo; la salutación angélica, que se reza ciento y cincuenta, se compone de las mismas palabras del ángel, y de las que pronunció Santa Isabel cuando la Virgen la visitó; la oración que la acompañaba es oración de la Iglesia. Se compone el rosario entero de quince dieces de Ave Marías, y de quince Padre nuestros. Los cinco primeros son de los cinco misterios gozosos, los cinco segundos de los dolorosos, y los cinco terceros de los gloriosos que fueron de tanto consuelo para la Santísima Virgen. Los misterios gozosos son la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento de Cristo, la Purificación, y el Niño Jesús perdido y hallado en el templo en medio de los doctores. Los misterios dolorosos son la oración del huerto, el paso de los azotes, la coronación de espinas, la cruz a cuestas y la crucifixión del Salvador en el monte Calvario. Los misterios gloriosos son la Resurrección, y aparición a su santísima Madre, su ascensión, la venida del Espíritu Santo, la triunfante Ascensión [Asunción] de María en cuerpo y alma a los cielos, y su coronación en la gloria. Por la meditación de estos misterios es el rosario una de las más santas oraciones de la Iglesia, en que, yendo el corazón de acuerdo con las palabras, se tributa a Dios un perfecto culto de religión; y rindiéndose a María el tributo que se le debe, se le gana el corazón, y se la obliga a derramar sobre sus fieles siervos aquella abundancia de bendiciones y aquellos tesoros de gracias, cuya distribución tiene a su cargo.
Pero no se debe creer que sea cosa nueva este método de repetir muchas veces una misma oración; fue ya muy usado de todos los santos, así del nuevo como del viejo Testamento. No hay cosa más ordinaria que estas repeticiones en los salmos de David. El cántico o el salmo 135 apenas es más que una repetición del salmo precedente con este como estribillo: Quoniam in aeternum misericordia ejus, porque su misericordia es eterna. Acaso el pueblo repetiría este estribillo después que los levitas pronunciaban la primera parte del versículo; a la manera, poco más o menos, que nosotros lo hacemos en las letanías. El Evangelio nos advierte que Jesucristo repitió muchas veces la misma oración al Padre Eterno en el huerto de las Olivas: Eudem sermonem dicens (Mateo 16). De San Bartolomé se refiere que hacia oración cien veces de día y otras tantas de noche. Paladio y Sozomeno nos cuentan que Pablo, abad de Monte Fermeo, en la Libia, el cual floreció en tiempo de San Antonio, hacia trescientas veces al día una misma oración, llevando la cuenta por otra tantas piedrecitas que traía consigo para este efecto. Se asegura que Pedro el Ermitaño, queriendo disponer los pueblos para la guerra santa el año de 1096, los exhortaba a rezar todos los días cierto número de Padres nuestros, con ciento y cincuenta Ave Marías, por el feliz suceso de tan importante empresa, certificándoles que había aprendido esta devoción de los más santos solitarios de la Palestina, entre los cuales era ya muy antigua. El Papa León IV quiso que todos los soldados que habían echado de las puertas de Roma a los sarracenos, trajesen un rosario de cincuenta Ave Marías, atribuyendo a esta oración la insigne victoria que consiguieron de los infieles. El día 7 de abril leemos en Surio, que San Alberto, religioso de Crespín, hacia al día ciento y cincuenta genuflexiones rezando a cada una la salutación angélica; y cuando se elevó de la tierra el cuerpo de Santa Gertrudis, que murió el año de 667, se hallaron en la sepultura unas cuentas ensartadas, que parecían parte de rosario, con que la santa quiso que la enterrasen. Todo esto prueba lo antigua que es en la Iglesia de Dios la devoción del Rosario; pero sin embargo, a Santo Domingo debemos, no solo su resurrección [de la devoción del Rosario], por explicarme de esta manera, sino el celestial método de rezarle y de honrar con él a la Madre de Dios que ahora se practica; y al fervoroso celo de su esclarecida familia, no menos que a la encendida devoción que profesa a la Reina de los ángeles, se deben los maravillosos progresos que ha hecho esta importantísima devoción.
Bien se puede asegurar que, entre todos los cultos que se tributan en la Iglesia a la Madre de Dios, uno de los que más la honran es la devoción del Rosario. Es cierto que para la Santísima Virgen no hubo cosa más gloriosa que la embajada del ángel cuando le vino a anunciar que había de ser Madre de Dios, por consiguiente, siempre que se le repite esta salutación, parece que en cierta manera se ejercita el empleo y la comisión del ángel; y lo que no tiene duda es, que, por decirlo así, se le trae a la memoria la incomparable honra que recibió en aquella divina elección: por lo que parece que ninguna devoción le puede ser más agradable. Ayúdanse recíprocamente la oración y la meditación, dice san Bernardo, siendo la oración como una resplandeciente hacha, que comunica luz y ardor a la meditación; Oratio et meditatio sibi invicem copulantur, et per orationem illuminatur meditatio. Todo esto se halla unido en el Rosario; y por eso, sin duda, dijo el bienaventurado Alano de la Rupe [Roche], que el Rosario era la más insigne, y como la reina de todas las devociones: Regina ómnium oratiunum (in Compl. Psalt. Mar. ). Por lo mismo, se aplica con razón al Rosario lo que San Juan Crisóstomo dice de la oración frecuente, y muchas veces repetida: Aptissima arma oratio est, thesaurus certé perpetuus, divitiae inexhaustae. Esta oración es un escudo contra todos los golpes del enemigo, un tesoro infinito, un fondo inagotable de riquezas espirituales.
No se puede dudar que, entre todas las oraciones vocales con que honra la Iglesia a la Santísima Virgen, una de las más santas y de las más agradables a Dios es el Rosario por componerse de las dos oraciones más sagradas que hay; conviene a saber, de la oración dominical y de la salutación angélica, acompañándose al mismo tiempo con muchas meditaciones sobre la vida y muerte del Salvador y de su Santísima Madre. Todo es misterioso en el Rosario, hasta el mismo número de ciento y cincuenta Ave Marías, por el cual se llama también el salterio de la Virgen. Los herejes de todos los siglos, tan enemigos de la Madre como del Hijo, blasfemaron muchas veces contra esta devoción; pero particularmente los de estos últimos tiempos se desenfrenaron furiosamente contra el Rosario. Como fue tan funesta a los albigenses esta devoción, precisamente había de ser objeto del odio y de las imprecaciones de sus infelices descendientes, los que no han omitido medio alguno para desacreditarla; pero todos sus esfuerzos no han servido más que para aumentar el número de sus cofrades y de sus devotos. Ninguna cofradía de la Virgen en más célebre que esta, ninguna más provechosa a los fieles, ninguna más autorizada por la Iglesia. Doce o trece pontífices le han franqueado con piadosa profusión los tesoros espirituales de que son depositarios: los reyes y los pueblos se han apresurado con ansiosa devoción a alistarse en ella. Pero ¿qué victorias se han conseguido contra los enemigos de la fe, qué reforma de costumbres, qué ejemplar edificación no se ha visto en todos los estados desde que se extendió en el mundo está solida devoción? Aun en vida su santo fundador y restaurador la vio propagada con maravilloso fruto en España, en Francia, en Alemania, en Polonia, en Rusia, en Moscovia, y hasta en las islas del Archipiélago. Pero muchos mayores progresos hicieron a esfuerzos de los herederos del celo y de las virtudes del gran patriarca Santo Domingo. El beato Alano de Rupe predicó el Rosario en todos los países septentrionales con tan feliz suceso, que florecía en todo el universo el culto y la devoción de la Santísima Virgen, fundándose en todas las ciudades de la cristiandad la cofradía del Rosario: lo que obligó al Papa Sixto V a enriquecerla aun con mayores gracias y privilegios que sus predecesores, como se ve en la bula expedida el año de 1586, tan honrosa y de una espiritual utilidad para todos los cofrades.
El título de Nuestra Señora de la Victoria es más antiguo que la batalla de Lepanto. Desde la tierna edad de la Iglesia experimentaron los cristianos la especial protección de la Santísima Virgen contra las armas de los enemigos de la fe; y por esta especial protección se la comenzó a apellidar Nuestra Señora de la Victoria.
En el famoso sitio de Rodas, tan gloriosamente defendido el año de 1480 por los caballeros de San Juan de Jerusalén, hoy caballeros de Malta, siendo gran maestre el célebre Pedro Aubuson, contra todas las fuerzas del imperio otomano, en tiempo de Mehmed II, terror de todo el mundo cristiano; después que los caballeros obligaron a los turcos a levantar el sitio, muchos desertores que se pasaron al campo de los caballeros, cuando sus victoriosas tropas volvían a entrar en la plaza, refirieron que en el calor del combate habían visto los turcos en la región del aire una cruz de oro, rodeada de una resplandeciente luz, y al mismo tiempo una hermosísima señora, cuyo traje era más blanco que la misma nieve, con una lanza en la mano derecha, y en el brazo siniestro una rodela, acompañada de un hombre serio y severo, vestido de pieles de camello, seguidos ambos de una tropa de jóvenes guerreros, todos armados con espadas de fuego; visión, añadieron ellos, que llenó de terror a los infieles, tanto, que, cuando se desplegó el estandarte de la religión de Malta, en que estaban pintadas las imágenes de la Virgen y de San Juan Bautista, muchos turcos cayeron muertos en tierra sin haber recibido herida ni golpe del enemigo. Luego que el gran maestre se vio enteramente curado de sus heridas, hizo voto de erigir una suntuosa iglesia con la advocación de Nuestra Señora de la Victoria, en cuya magnífica obra se trabajó inmediatamente que se repararon las fortificaciones de la plaza.
Nuestra Señora de Fátima se apareció en 1917 y se eligió el título de la Virgen del Rosario
Propósitos
1. Aunque a todos los cristianos se les debe recomendar la devoción a la Santísima Virgen en general como el socorro más poderoso para vivir santamente, como el medio más seguro para tener entrada con Dios, y en fin, como una de las señales menos equivocas de predestinación, bien se puede asegurar que, entre todas las devociones que el Espíritu Santo inspiró a los fieles para rendir a esta Señora el culto que se le debe, la de rezarle el Rosario con aquellos afectos que sean conformes a su institución, es una de las auténticas y de las más agradables a la soberana Reina. En fuerza de esto, pocos hombres ha habido, o recomendables por su santidad, o respetables por su carácter, por su sabiduría, o por su dignidad, que no hayan sido celosos promotores de esta solidísima devoción. ¿Cuántos príncipes, cuántos reyes, cuántos sumos pontífices se han honrado con el título de cofrades y de siervos de María? Si tienes tú la misma honra, si logras la fortuna de estar alistado en la cofradía del Rosario, se sumamente exacto en cumplir todas las obligaciones que impone a sus individuos; y sobre todo, en rezar indefectiblemente todos los días por lo menos una parte de él. Pero si no has entrado en dicha cofradía, no te prives de tan gran bien: entra en ella sin dilación, y experimentarás, particularmente en la hora de la muerte, cuánto te ha importado esta devoción.
2. No desprecies ejercicio alguno piadoso de los innumerables que se han inventado para honrar y para obsequiar a la Santísima Virgen; practica todos aquellos que puedas, y a que sientas mayor inclinación. Por lo mismo que se han multiplicado tanto, serás menos excusable. No se te pase día alguno sin hacer alguna oración particular a la soberana Reina. Es muy devota la que hacía San Agustín, y tú la podrás también hacer o al fin del Rosario, o en cualquiera otra hora del día.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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