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San Judas Tadeo y San Simón Cananeo, Apóstoles (28 de octubre)
De ninguno de los apóstoles nos refiere quizá menos cosas el sagrado Evangelio que del apóstol San Simón. Es verdad que nos dice muy bastante solo con asegurarnos que Jesucristo le escogió para que fuese uno de sus doce apóstoles; elección y ministerio que por sí solos significan más que todo cuanto nos podían referir los historiadores en una difusa y circunstanciada relación de sus virtudes y proezas, pues basta la misma elección para su elogio. San Mateo siempre llama a Simón el Cananeo, para distinguirle de San Pedro, que también se llama Simón, y el distintivo de Cananeo lo tomó de la ciudad de Cana en la provincia de Galilea, donde San Simón había nacido. San Lucas le apellida Simón el Celador, Simón Zelotes, o por alusión a su ardiente celo, que fue siempre como su especial carácter, o acaso principalmente porque, como la palabra hebrea Cana significa en griego Zelo, y San Lucas escribió en esta última lengua, le dio el nombre de Zelador —que equivale a Cananeo— para fijar el significado equívoco del hebreo Canani, que puede significar o celador, o fenicio, o cananeo. Desde que Simón se determinó a dejarlo todo por seguir a Jesucristo, no reconoció a otro maestro, tan adherido a su divino Salvador, que nunca le perdió de vista. Siempre atento a sus divinas lecciones, y perpetuo testigo de todas sus maravillas, sobresalió muy presto entre todos los discípulos; pero su amor con especialidad a la persona de Jesucristo, y el ardiente celo que manifestaba por la gloria, de su celestial Maestro, le acreditaron muy desde luego por uno de los más fervorosos apóstoles del Salvador.
San Judas, por sobrenombre Tadeo, dos voces que significan una misma cosa, siendo la primera hebrea y la segunda siríaca, y queriendo ambas decir lo mismo que confesión; San Judas fue hermano de Santiago [Jacobo] el Menor, hijo de Alfeo y de María, tan conocida en el Evangelio por su adhesión a la persona de Jesucristo. Ambos eran llamados hermanos del Señor, según la costumbre de los judíos, porque eran parientes muy cercanos de la santísima Virgen. San Jerónimo llama también a San Judas Lebbeo, que quiere decir hombre sabio y generoso, con cuyo distintivo le apellida igualmente el griego San Mateo. Es muy verosímil que nuestro Santo no sería de los últimos que fueron llamados al apostolado y que, teniendo la honra de ser deudo tan cercano de la santísima Virgen, lograría igualmente la dicha de ser uno de los primeros discípulos del Salvador. Por lo menos parece cierto que fue uno de los que tuvieron más parte en la amistad de su divino Maestro, y de los que con más cariñosa confianza se atrevían a preguntarle las dudas que se le ofrecían. Después de la institución de la Sagrada Eucaristía, habiendo hecho el Hijo de Dios a los apóstoles aquel admirable sermón que se refiere en el capítulo 14 de San Juan, como San Judas no hubiese comprendido bien lo que el Salvador quiso decir en aquellas palabras: El mundo no me verá, pero vosotros me veréis, porque Yo estaré vivo, y vosotros lo estaréis también: Señor, le preguntó San Judas [Tadeo], ¿por qué os habéis de dar a conocer a nosotros, y no al mundo? Por ventura vuestro reino ¿no se ha de extender a toda la Tierra? ¿No han de lograr todas las naciones la dicha de conoceros? Pues qué, Israel y Judá ¿serán excluidos de vuestro reino? El fruto de vuestra venida al mundo, la grande obra de la Redención ¿se ha de limitar a un corto número de discípulos y de siervos vuestros? Le respondió Jesucristo con aquella dulzura y con aquella condescendencia que le era tan familiar; y tomando ocasión de la pregunta que le había hecho, dio la razón por qué no se haría conocer del mundo, como prometía dejarse conocer de sus Apóstoles, y era porque el mundo no le amaba; siendo prueba de que no le amaba el que no guardaba sus mandamientos.
Siendo San Judas inseparable de Jesucristo por el tierno amor que le profesaba, se halló presente a todos los grandes misterios de nuestra redención, y tuvo la fortuna de ver muchas veces a Jesucristo después de resucitado; oyendo de la misma boca del divino Maestro todas las verdades y todos los secretos misterios de la religión. Después de su gloriosa ascensión a los Cielos y de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, participó también San Judas el consuelo de padecer por el nombre de su celestial Maestro muchos malos tratamientos en la persecución que los judíos excitaron contra la recién nacida Iglesia.
Habiendo resuelto los Apóstoles salir de la Judea para anunciar el Evangelio a toda la Tierra, San Simón se dirigió a Egipto, donde sembró el divino grano que con el tiempo había de convertir aquella dichosa provincia en un terreno prodigiosamente fecundo de innumerables Santos, siendo ordinaria habitación de tantos millares de anacoretas. Pero no bastando a la dilatación de su celo los inmensos espacios de aquel extendidísimo país, corrió las vastas provincias del África, cultivándolas con tanto fruto, que en breve tiempo fueron una de las más floridas y más abundantes regiones de la Cristiandad. Se dice que también penetró hasta la Gran Bretaña; tan insaciable era su celo de conquistas y de trabajos por amor de Jesucristo; pudiendo parecer que no le bastaba todo el universo, y que él solo, por decirlo así, quisiera convertir toda la Tierra. Según la opinión más antigua, se dilató asimismo hasta la Persia, donde después de inexplicables trabajos, de indecibles frutos y de innumerables conquistas, habiendo llevado la luz de la fe a las tres partes del mundo, tuvo la dicha de coronar su apostolado con la gloria del martirio, como lo diremos después.
San Judas [Tadeo], según el Martirologio Romano, fue a predicar el Evangelio a la Mesopotamia, donde hizo innumerables conversiones; y San Paulino afirma que también llevó a la Libia la luz de la religión. Hallándose en una de estas dos provincias, no contento con trabajar tan felizmente en la conversión de los gentiles, quiso extender también su celo a todos los fieles, dirigiéndoles aquella admirable epístola que es la última de las católicas, por no enderezarse a alguna iglesia particular, sino en general a todas. Entra protestando que ya había tiempo tenía ánimo de escribir a los judíos convertidos y dispersos por todo el Oriente, pero que al fin se veía ahora como precisado a ponerlo en ejecución por la necesidad de oponerse a ciertos falsos doctores que corrompían la santa doctrina y llenaban la Iglesia de turbación. Se tiene por cierto que hablaba principalmente de los simonianos, de los nicolaítas y de los demás herejes conocidos en la historia con el nombre general de gnósticos, cuyos extravagantes errores y cuyas estragadas costumbres describen San Epifanio, San Ireneo y otros Padres antiguos. En el mismo principio de su epístola hace de ellos San Judas [Tadeo] una pintura que de ninguna manera los lisonjea; pero como el verdadero celo es sin hiel y sin amargura, no teniendo otro fin que el de la conversión y salvación de los mayores enemigos de Jesucristo, exhorta el Santo Apóstol a los fieles para que con sus oraciones y con sus buenos ejemplos trabajen con humildad en la conversión de aquellos miserables, retirándolos del fuego eterno, donde los iba precipitando su locura. Alaba Orígenes esta epístola diciendo que en las pocas líneas que contiene comprendió San Judas [Tadeo] unos discursos llenos de fuerza y de gracia celestial; y San Epifanio dice está persuadido a que el Espíritu Santo inspiró a San Judas [Tadeo] el pensamiento de escribir contra los gnósticos la epístola que tenemos de él. Aunque no hay cosa más cierta en orden al lugar ni al género de martirio que padecieron estos dos grandes Apóstoles, diremos lo que se lee en algunas actas muy antiguas, y parece estar autorizado por el Martirologio Romano, a lo menos en cuanto al lugar de su martirio.
Después de haber corrido los dos Santos Apóstoles Simón y Judas grandes y vastísimos espacios de tierra por el discurso de casi treinta años, alimentando en todas partes el rebaño de Jesucristo con crecido número de fieles, se sintieron inspirados del Cielo a ir a predicar la fe en el reino de Persia. Al entrar en él se encontraron con un ejército mandado por el general Baradach, que iba contra los indios, a quienes el rey de Persia había declarado la guerra. Luego que los Santos entraron en el campo, todos los demonios que hablaban antes por el órgano de los adivinos y de los magos enmudecieron de repente, sin dar ya respuesta alguna. Este repentino silencio admiró, y aun atemorizó a todo el ejército; y habiéndose consultado sobre él a un famoso ídolo, que distaba algunas leguas del campo, respondió que la presencia de los extranjeros Simón y Judas, apóstoles de Jesucristo, había cerrado la boca a los dioses del imperio; añadiendo que era tan formidable su poder, que ninguno de éstos sé atrevía a parecer en su presencia.
Con esta noticia, todos los sacerdotes y adivinos del ejército concurrieron en tumulto a la tienda del general, pidiendo la muerte de aquellos dos extranjeros, y amenazándole con una general rebelión si no se la concedía. Baradach, hombre cuerdo y detenido, no quiso precipitar el negocio; mandó llamar a los dos Santos, les hizo varias preguntas, y quedó tan satisfecho y tan pagado de sus respuestas que los miró con estimación y con respeto, citándolos para una conversación particular y reservada. En ella le explicaron la santidad y la verdad de nuestra religión; le hicieron evidencia de las imposturas y embustes de todos aquellos encantadores, no menos que de la flaqueza y ningún poder de todos sus ídolos; y para acabarle de convencer, añadieron que daban licencia a aquellos embusteros para que hablasen y pronosticasen el suceso de aquella guerra. Respondieron todos, después de haber consultado con el demonio, que la guerra sería larga, peligrosa y sangrienta. Tomando entonces los Apóstoles la palabra, y volviéndose al general, le dijeron: Ahora conoceréis, señor, la falsedad y la impostura de vuestros oráculos. Es tan falso el pronóstico de estos vuestros adivinos, como que mañana a esta misma hora en que os estamos hablando llegarán al campo los embajadores de los indios y os pedirán la paz con las condiciones que los quisierais imponer, sin la menor resistencia. Todo el ejército estuvo aquel día en impaciente expectación, hasta ver el efecto de la profecía. Llegaron los embajadores a la misma hora señalada, y se concluyó la paz como se quiso.
A vista de tan maravilloso suceso, no solo se convirtieron el general, los oficiales y la mayor parte del ejército, sino que informado el rey, que estaba en Babilonia, quiso ver a los Santos Apóstoles, y se convirtió con toda su real familia. A este primer milagro se siguieron otros que contribuyeron a la conversión de casi todo el reino, mediante las excursiones apostólicas que nuestros dos Santos hicieron por sus principales pueblos y ciudades. Solamente permanecieron obstinados los magos y los sacerdotes de los ídolos, los cuales, con el despecho de verse olvidados, y desatinados determinaron acabar con los dos santos apóstoles. Sublevaron contra ellos al pueblo en una ciudad distante de la corte, y al mismo tiempo que los apóstoles se disponían para anunciarles el Evangelio se arrojó sobre ellos el populacho y, arrastrando a uno ante una estatua del Sol y al otro ante un ídolo de la Luna, los mandaron ofrecer incienso a aquellas imaginarias deidades. Mostraron los Santos Apóstoles el horror que les causaba aquella execrable impiedad y al punto fueron sentenciados a muerte.
San Simón [Cananeo], según la tradición antigua, fue aserrado por el medio, y a San Judas [Tadeo] le cortaron la cabeza. En virtud de la misma tradición se pinta a San Simón [Cananeo] con una sierra y a San Judas [Tadeo] con una hacha en la mano, como símbolos del género de martirio que padecieron.
Tardó poco Dios en vengar su gloriosa muerte, pues se dice que en el mismo punto se levantó una horrible tempestad, que dio en tierra con los templos de los falsos dioses, hizo pedazos los ídolos y quedaron sepultados entre las ruinas todos los que tuvieron parte en ella.
Con el tiempo fueron llevadas a Roma las reliquias de los santos mártires, venerándose alguna parte de ellas en Tolosa, y algunos huesos en la iglesia de San Andrés de Colonia y en la de los Cartujos.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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