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San Agustín y el bautismo de deseo
SAN AGUSTÍN (354-430)
San Agustín es citado a favor del concepto del bautismo de deseo, pero lo cierto es que él luchó con la cuestión, a veces claramente oponiéndose a la idea de que los catecúmenos no bautizados podrían lograr la salvación, y otras veces apoyándola.
Hay dos puntos interesantes acerca de este pasaje.
El primero se refiere al bautismo de sangre: nótese que San Agustín dice que su creencia en el bautismo de sangre se apoya en una conclusión o argumento de San Cipriano, no arraigada en la tradición de los Apóstoles o los Romanos Pontífices. Como ya hemos visto, varias de las conclusiones de San Cipriano fueron incorrectas, por decirlo amablemente, tal como su “conclusión”, de que era de “tradición apostólica”, que los herejes no pueden conferir el bautismo. Por lo tanto, San Agustín está revelando aquí un punto muy importante: que su creencia, incluso en el bautismo de sangre, tiene sus raíces en la falible especulación humana, no en la revelación divina o en la tradición infalible. Él admite que podría estar equivocado y, de hecho, él lo está.
En segundo lugar, cuando San Agustín concluye que él también cree que la fe (es decir, la fe en el catolicismo) y un deseo por el bautismo podría tener el mismo efecto que el martirio, dice: “Teniendo en cuenta esto una y otra vez…”. Al decir que lo consideraba una y otra vez, San Agustín está admitiendo que su opinión sobre el bautismo de deseo es algo que también ha salido de su propio examen, no de la tradición o la enseñanza infalible. Esto es algo con que él ciertamente luchó y se contradijo a sí mismo, como se mostrará. Todo esto sirve para probar, una vez más, que el bautismo de deseo como el bautismo de sangre, es una tradición del hombre, nacida de la errónea y falible especulación humana (aunque sean de algunos grandes hombres), y no tiene sus raíces o se deriva de alguna tradición de los Apóstoles o de los Papas.
Curiosamente, en el mismo conjunto de obras sobre el bautismo ya citada, San Agustín cometió un error diferente, que más tarde corrigió en su Libro de Retractaciones. En ese conjunto de obras, originalmente había declarado que el buen ladrón, que murió en la cruz junto a nuestro Señor, era un ejemplo del bautismo de sangre. Más tarde corrigió esto, señalando que el buen ladrón no podía ser utilizado como un ejemplo del bautismo de sangre, porque no sabemos si el buen ladrón fue alguna vez bautizado[2]. Pero en realidad, el buen ladrón no se puede utilizar como un ejemplo del bautismo de sangre, sobre todo porque el buen ladrón murió bajo la Antigua Ley, no bajo la Nueva Ley; murió antes que la ley del bautismo fuera instituida por nuestro Señor Jesucristo después de la Resurrección. Por esa razón, el buen ladrón, al igual que los Santos Inocentes, no constituye ningún argumento en contra de la necesidad de recibir el sacramento del bautismo para la salvación.
De hecho, cuando nuestro Señor le dijo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”, Jesús no se refería al cielo, sino en realidad al infierno. Como los católicos saben, nadie entró al cielo hasta que nuestro Señor lo hizo, después de su Resurrección. En el día de la Crucifixión, Cristo descendió a los infiernos, como dice el Credo de los Apóstoles. Él no descendió al infierno de los condenados, sino al lugar en el infierno llamado el Limbo de los Padres, el lugar de espera de los justos del Antiguo Testamento, quienes no podían entrar al cielo hasta que viniera el Salvador.
A fin de probar el punto de que el buen ladrón no se fue al cielo en el día de la Crucifixión, está el hecho de que en el Domingo de la Resurrección, cuando María Magdalena se encontró con el Señor resucitado, Él le dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre”.
Nuestro Señor ni siquiera había ascendido al cielo en el Domingo de la Resurrección. Por tanto, es un hecho que nuestro Señor y el buen ladrón no estaban juntos en el cielo el Viernes Santo, sino que estaban en el Limbo de los Padres, la prisión descrita en 1 Pedro 3, 18-19. Jesús llamó a este lugar paraíso porque Él estaría allí con los justos del Antiguo Testamento. Así que, como San Agustín admitió más tarde, él cometió un error al referirse al buen ladrón como un ejemplo para este punto. Esto demuestra, una vez más, que sólo la enseñanza dogmática de los Papas es infalible, así como la tradición universal y constante. Pero el mismo San Agustín, en muchos, muchos lugares, afirma la tradición universal de los Apóstoles de que nadie se salva sin el sacramento del bautismo; y, de hecho él negó en numerosas ocasiones el concepto de que un catecúmeno puede ser salvo sin el sacramento del bautismo por su sólo deseo.
Aquí vemos a San Agustín rechazar completamente el concepto del bautismo de deseo. ¡Nada podría ser más claro! ¡Él dice que Dios mantiene con vida a los catecúmenos sinceros hasta su bautismo, y que aquellos que buscan recompensas de esos catecúmenos no bautizados encontrarán nada más que castigos! ¡San Agustín hasta pone especial énfasis en afirmar que el Todopoderoso no permite que los catecúmenos no bautizados sean asesinados, excepto por una razón! Aquellos que dicen que San Agustín defendió el bautismo de deseo, por lo tanto, simplemente no están siendo coherentes con los hechos. Ellos deberían agregar la reserva de que él, en varias ocasiones, rechazó la idea y estuvo en ambos lados de la cuestión. Por lo tanto, el único Padre que los defensores del bautismo de deseo pueden citar a favor del concepto (San Agustín), en realidad negó el concepto del bautismo de deseo muchas veces.
Aquí vemos otra vez a San Agustín afirmando la verdad apostólica – al decir que ningún catecúmeno puede ser liberado del pecado sin el bautismo – de que nadie entra al cielo sin el bautismo en agua y negando explícitamente el concepto del bautismo de deseo. Todo esto demuestra que el bautismo de deseo no pertenece a la tradición universal de los Apóstoles; totalmente contraria es la tradición universal de los Apóstoles y de los Padres, esto es, que ningún catecúmeno puede ser salvo sin el bautismo en agua.
Notas:
[2] Jurgens, The Faith of the Early Fathers, vol. 3: 69.
[3] The Catechism of the Council of Trent, p. 171.
[4] Jurgens, The Faith of the Early Fathers, vol. 3: 1536.
[5] Jurgens, The Faith of the Early Fathers, vol. 3: 1717.
[6] Jurgens, The Faith of the Early Fathers, vol. 3: 1496.
[7] Citado por el P. Jean‐Marc Rulleau, Baptism of Desire, p. 33.
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