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Miércoles de Ceniza – Sobre el ayuno
“Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que fingen un rostro escuálido para que las gentes noten que ellos ayunan; en verdad, os digo, ya tienen su paga” (Mateo 6, 16).
¿Cuál es la intención de la Iglesia en el establecimiento de la ley del ayuno, sino la de hacernos recibir estos días favorables con una alegría llena de reconocimiento y gratitud? Por eso os advierte que tengáis cuidado cuando ayunéis, de no caer en la tristeza y abatimiento como hacen los hipócritas. Hablo aquí de aquella tristeza que no impide que se practique la ley del ayuno, pero que combate la severidad, que no quebranta el precepto y que suaviza la práctica. Hablo de aquellos indignos resentimientos de que van acompañados su ayuno al acordarse de aquellos días de libertad que ya no hay, y que quisieran inmortalizarlos. Hablo de aquel temor cobarde que poseen casi todos los corazones al principio de la cuaresma. Digo, pues, a todos, que no deben estar tristes como los hipócritas que ayunan.
¿Qué cosa más feliz podemos anunciar que el principio de esta santa cuaresma, a unos pecadores que van a hallar en ella los medios de penitencia; a unas almas flacas que verán alejarse las ocasiones del pecado, y que en todas partes se manifiestan facilidades para la salvación; a unos justos, cuyo fervor entibiándose continuamente, debe renovar en ellos el temor de que se apague; finalmente, a todos los fieles, a los que las lágrimas y oraciones de la Iglesia van a abrir los tesoros del cielo, y a atraer sobre ellos todas las bendiciones de la gracia? Con todo eso, en vez de llegar a estos favorables días con una alegría religiosa, los tenemos, los miramos como días funestos y desgraciados; y es necesario que hoy nos mande la Iglesia desterrar de nuestros ayunos el abatimiento y la tristeza.
¡O cuán insensatos somos!, dice a este propósito san Ambrosio. Vamos a triunfar de la carne y de Satanás, nuestros enemigos formidables, con el mérito de la abstinencia, y sin embargo estamos tristes, consternados y abatidos; ¿pero por qué? ¿la tristeza está bien en aquellos que tienen en su mano el triunfo y la victoria? ¡Ah! Yo bien sé que el príncipe de las tinieblas mira estos días como tiempo de confusión y de afrenta para él. Tiene razón. Satanás aflige de ver que la gracia adherida a estos días de mortificación va a desbaratarle sus conquistas, a exterminar sus placeres y a desconcertar sus designios. Nada más justo. Pero vosotros, cristianos, a quienes la Iglesia da tan fuertes armas, lejos de entristeceros, perfumad vuestras cabezas. A vista de tantas ventajas, exclamad con el Apóstol: estos son los días aceptables, este es el tiempo de salud, estos son los días señalados para la expiación de la culpa y los que el mismo Señor consagró con su santo ayuno.
Ved aquí nuestro modelo; aprendamos pues en él a ordenar nuestra conducta sobre el asunto que voy a tratar, y desde ahora desterremos de nosotros el amor propio tan ingenioso en sugerir necias razones, para dispensarnos de hacer penitencia. El amor propio que jamás haya dispensas para no padecer por el pecado, cuya expiación y remedio es el ayuno. Desterremos de nuestro corazón la vana delicadeza tan fecunda, en modificaciones, que despojando al ayuno de las austeridades, le quita ella sola todas las prerrogativas. Se debe ayunar conforme a las leyes de la Iglesia y nada hay que pueda autorizar la relajación sino una imposibilidad real y verdadera de su observancia.
[...]
¿Hubo jamás cosa más propia para persuadirnos de la necesidad del ayuno que el ejemplo que el Evangelio nos ofrece de Jesucristo ayunando en el desierto? Pues qué ¿ayunaba para sí? Él no tenía necesidad de penitencia, era para prevenir a la tentación con que el demonio intentaba vencerle. Pero, ¿cómo, si estaba seguro de la victoria? ¿Ayunaba para refrenar sus pasiones o para expiar sus pecados? No, porque su estado era el más inocente y el más santo de todos los hombres. Luego no lo hacía sino para darnos el ejemplo de que Él ayunó primero. Sí, cristianos, era para consagrar en su persona aquella santa cuarentena y hacerla respetable a toda su posteridad. Era para responder a los hombres ambiciosos, que con el pretexto de reformar la Iglesia, quieren introducir un verdadero judaísmo, y con el velo de una pretendida religión quieren insinuar una verdadera falta de mortificación. Ayuno Jesucristo para responderles con san Ambrosio: “¡cómo! ¿en el tiempo que vosotros no teméis pecar, os atrevéis a combatir contra una ley que se halla autorizada con el ejemplo del mismo Dios?”.
Vosotros, hombres poco mortificados, pretendéis darnos a entender que no os dispensáis de ayunar sino con justos motivos, y que la poca salud que gozáis no la debeis sino a las precauciones, al régimen discreto y a otros muchos cuidados. Pero pregunto: si esos cuidados y ese régimen son los que ocasionan esa salud trémula y vacilante, ¿seríais vosotros tan delicados si tuvieseis menos lugar para fomentar esa delicadeza? Esa debilidad de que os lamentáis: ¿no es efecto de vuestra misma afeminación y regalo? Y qué, ¿queréis que lo que es para vosotros el más poderoso título de penitencia, os sirva de motivo legitimo para excusaros de ella? ¡Oh! vuestra misma delicadeza es pues una razón que os obliga a mortificaros, y no es excusa que os dispense de la ejecución y sentimientos.
¿Qué diré yo ahora de aquellas enfermedades afectadas, de aquellas simuladas languideces y delicadezas que muestran las mujeres del mundo con aire de queja y desfallecimiento? ¿Qué diré de esas mujeres que gimen con arte para que todos se lastimen de ellas, condescendiendo ciegamente con todos sus deseos, y qué por lo común no afectan, como Raquel, aquellas incomodidades, sino para encubrir mejor sus ideas? ¡Ah! ¿Cómo es que esas fingidas enfermedades se desvanecen tan fácilmente a la vista del interés y del placer? ¿De dónde nace que esas personas que hacen con tanto primor el papel de delicadas no se acuerdan qué están enfermas luego que se trata de algún negocio importante, de algún baile, de alguna diversión, de algunos galanteos, o de algún juego? ¿Cómo es que entonces las vemos entregarse a movimientos extraños, y sostener fatigas que rendirían a los temperamentos más robustos? Luego solo para obedecer las leyes del Señor se hallan sin ánimo, sin fuerzas, sin vigorosidad.
¿Y qué diré de los que pasan por plaza de ricos? Estos ¡ay de mí! suelen abrogarse ciertos privilegios, que ni la Iglesia los aprueba, ni el espíritu de la abstinencia tiene conexión con ellos. ¡Los ricos y potentados dispensados del ayuno! ¿Y con qué título? Es porque regalándose todo el año, el ayuno y la abstinencia les cuesta más. Luego el mal sirve de disculpa del mal. ¡Los grandes, los ricos dispensados del ayuno! Pregunto de nuevo, ¿y con qué título? ¿Es porque ya es costumbre común en las personas de su estado no guardar las leyes de la Iglesia? Pues sabed que la suerte común de las personas de vuestro estado será no hallar entrada en el reino de los Cielos.
Examinemos otra frivolidad: se dice por lo común, que no se ha llegado a la edad prescrita por la Iglesia, en la que obliga el ayuno o abstinencia. ¿Como es eso? ¿Puede uno prevalecerse de algunos años qué no tiene para sustraerse de una práctica tan necesaria, en los que han sido capaces de pecar? ¡Cómo! en una edad en que quizás se lleva demasiado lejos el furor de las pasiones; en una edad en la que puede ser se hayan cometido pecados de todas las edades; en una edad en que la razón haya explayando sus alas, y se haya desembarazado de las nubes de la infancia; en una edad en la que está uno dispuesto a todo lo que acaricia y lisonjea, ¿se creerá dispensado de todo lo que reprime y sujeta? ¡Ay! ¿Luego eso es decir, que uno es demasiado joven para ser penitente, aunque no lo es para ser pecador? ¿Luego es lo mismo que decir que el pecado no espera el número de los años para imponer su yugo, y que solo la penitencia necesita de edad más adelantada para hacer abrazar el yugo? Desengañaos, pues, jóvenes libertinos; sabed que toda edad en que se puede pecar es una edad en que se debe hacer penitencia.
Comprended bien todos mis pensamientos, el ayuno es un precepto, luego nadie puede dispensarse de él sin hacerse reo de desobediencia con Dios y con su Iglesia. Es un remedio que precave los pecados, luego nadie puede omitirlo sin temeridad. Es una pena ligera que borra los pecados castigándolos, luego nadie puede dispensarse de él sin injusticia.
[...]
Yo sé muy bien que toda carne no es propia para llevar el peso del ayuno corporal. Tal es un estado de debilidad, de extenuación y de enfermedad. Dios no nos manda imposibles; pero sabed que todos estamos obligados al ayuno espiritual, o a la reforma de las costumbres. ¿Toda edad, toda condición, no es propia para huir el vicio y practicar la virtud? ¿Hay persona, por delicada que sea, que no tenga fuerza bastante para desasir a su corazón de las criaturas que le cautivan; para abstenerse de maldiciones y murmuraciones crueles que caen siempre sobre el que las profiere; para no ostentar a los ojos de los mundanos hechizos engañosos propios por su naturaleza para seducir el corazón? ¿Quién de vosotros, tan enfermo como queráis suponerlo, no podrá librarse del vergonzoso vicio de la avaricia, vicio que da más inquietud que placer, romper el pesado vinculo de la ambición, que no permite a sus secuaces ni satisfacciones ni descanso? ¿Y esta especie de ayuno es capaz de alterar una salud que tanto se acaricia?
Habéis visto establecida la ley del ayuno contra las falsas excusas, y juntamente la severidad con qué debéis practicarla. ¡Aprovechaos de mis palabras!
Sermón (parcial) del padre Manuel Fortea, publicado en el libro Sermones cuadragesimales (año 1833).
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