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La tibieza es peligrosísima para el alma - ¿Usted tiene alma tibia?
“Mas Jesús se escondió” (Juan. 8, 59).
Jesucristo es “la luz verdadera que alumbra a todo hombre”, como dice san Juan (Juan 1, 9). A todos los hombres alumbra, menos a los que cierran voluntariamente los ojos a la luz: a estos solamente se oculta el Salvador; y quedando en las tinieblas y caminando en la oscuridad, ¿cómo podrán estos tales evitar tantos peligros de perderse como hay en la presente vida, que nos fue dada por Dios, como un medio para llegar a la eterna? Quiero por tanto hacerles ver hoy el gran peligro en que pone al alma la tibieza; porque por ella le niega el Señor su luz divina, sus gracias y auxilios, sin los cuales le será muy difícil terminar el viaje de la vida, sin precipitarse en algún abismo, es decir, vivir sin caer en algún pecado mortal.
1. No se entiende por alma tibia aquella que vive en desgracia de Dios, ni aquella que comete algún pecado venial por mera fragilidad y sin plena voluntad: porque de esta especie de culpas ningún hombre puede estar libre, por estar manchada nuestra naturaleza con el pecado original, que nos hace imposible evitar enteramente las culpas leves sin una gracia especial, que solo fue concedida a María Santísima. Por esto dice san Juan: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1, 8). Aquí habla el Evangelista de los pecados veniales, y Dios permite estas manchas, hasta en los santos, para conservarlos humildes y manifestarles que así como caen en estos defectos, a pesar de sus buenos propósitos y promesas, así caerían también en culpas graves, si su mano divina no los socorriera. Y por esta razón, cuando nos veamos caídos en tales faltas, conviene que nos humillemos y conozcamos nuestra debilidad, procurando encomendarnos a Dios de continuo para que nos preste su divina protección, no permita que cometamos pecados graves y nos libre de los leves.
2. ¿Qué se entiende, pues, por alma tibia? Se entiende aquella que cae a menudo en pecados veniales plenamente voluntarios, en mentiras, actos de impaciencia, e imprecaciones voluntarias y deliberadas. Estas culpas pueden evitarlas, con la ayuda de Dios, aquellas almas buenas, que están resueltas a sufrir la muerte antes que cometer deliberadamente un pecado venial. Santa Teresa decía que nos hace más daño un pecado venial que todos los demonios del infierno; y por eso exhortaba a sus monjas, diciéndoles: “Hijas mías, Dios os libre del pecado cometido deliberadamente, por leve que sea”. Se lamentan algunas almas de que el Señor las tiene áridas y secas, sin dejarles gustar ninguna dulzura espiritual; pero ¿cómo queremos que Dios nos prodigue sus favores, cuando nosotros somos tan esquivos con Él? Consideremos que aquella mentira, aquella imprecación, aquella injuria hecha al prójimo, aquella murmuración, aunque no sean culpas graves, desagradan, sin embargo, a Dios. Si nosotros, pues, no nos abstenemos de ellas, ¿cómo queremos después que Dios nos preste sus divinos consuelos?
3. Pero dirá alguno: los pecados veniales, por muchos que sean, no me privan de la gracia de Dios, y a pesar de todos ellos yo me salvaré; con esto me contento. ¿Con que te contentas con eso? ¿No consideras lo que te dice san Agustín? Ubi dixisti sufficit, ibi periisti: “Cuando dijiste: con esto me contento, decidiste tu perdición”. Para entender bien estas palabras de san Agustín, y conocer el peligro que hay en la tibieza en cuyo estado se encuentran aquellos que caen en pecados veniales deliberados y habituales, sin hacer caso de ellos, y sin pensar en la enmienda; conviene saber que el hábito contraído de cometer culpas veniales conduce insensiblemente las almas a caer en las mortales. Por ejemplo, el hábito de concebir odios leves conduce a concebir los graves; el hábito de hacer hurtos ligeros conduce a los hurtos grandes; el hábito de una inclinación venial hacia otra persona de distinto sexo, conduce a encender poco a poco pasiones violentas. San Gregorio escribe que jamás el alma para en el sitio en que ha caído: Numquam illic anima, quo cadit, jacet (Moral lib. 21); sino que cada vez se sumerge más. Las enfermedades mortales comúnmente no dimanan de grandes desordenes, sino de muchos desordenes leves continuados. Pues, del mismo modo, la caída de muchas almas en pecados graves proviene muchas veces del hábito de pecar venialmente; porque este hace tan débil al alma, que no tiene fuerza para resistir, si le sobreviene alguna fuerte tentación después de que se acostumbró a los pecados veniales; y cae en ella con la mayor facilidad.
4. Muchos no quieren separarse de Dios con pecados mortales; quieren seguirlo, aunque de lejos, despreciando los pecados veniales; pero a estos les sucederá fácilmente lo que le sucedió a san Pedro. Cuando los soldados aprendieron a Jesús en el huerto, san Pedro no lo quiso abandonar, mas lo iba siguiendo de lejos: “Pedro lo había seguido de lejos” (Mateo 26, 58). Pero llegado después Pedro a la casa de Caifás, apenas le acusaron de que era discípulo de Jesucristo, se apoderó de él el miedo y lo negó tres veces.
El Espíritu Santo dice: “poco a poco se arruinará el que desprecia las cosas pequeñas” (Eclesiástico 19, 1); porque, después de que hubiere contraído el hábito de ofender a Dios levemente, ya no tendrá mucha repugnancia en ofenderlo con pecados graves.
5. El Señor dice: “Vosotros, oh, amigos, cazadnos esas zorrillas, que están asolando las viñas” (Cantares 2, 15). No dice: coged los leones ni los osos, sino las zorrillas. Los leones y los osos causan espanto y por lo mismo cada cual procura alejarse de ellos para que no lo devoren; pero las zorrillas no espantan y sin embargo arruinan la viña; porque hacen secar las raíces de las vides, haciendo hoyos. El pecado mortal espanta al alma temerosa de Dios; si ella aun así se relaja cometiendo pecados veniales, sin pensar enmendarse de ellos, estos son las zorrillas que han de hacer secar las raíces; a saber, los remordimientos de la conciencia, el temor de ofender a Dios, y los buenos propósitos de avanzar en el camino de la virtud. Y así no será difícil que hallándose el alma tibia la mueva alguna pasión a perder la gracia divina.
6. Añadamos también que los pecados veniales, voluntarios y habituales, no solamente nos quitan la fuerza de resistir las tentaciones, sino que nos privan así mismo de los auxilios divinos especiales, sin los cuales caeremos en culpas graves. Ponga atención aquí, porque este es un punto muy importante. Es cierto que nosotros no tenemos fuerzas suficientes para resistir a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Dios es quien impide a nuestros enemigos acometernos con tentaciones, a las cuales nosotros sucumbiríamos; y por eso Jesucristo nos enseñó a pedirle, diciendo: “no nos dejes caer en la tentación”; es decir, que Dios nos libre de las tentaciones que nos harían perder su gracia. Mas los pecados veniales, cuando son deliberados y habituales, nos privan de los auxilios especiales de Dios que nos son necesarios para perseverar en su gracia. Digo necesarios, porque el Concilio de Trento condena esta proposición: Que nosotros podemos perseverar en la gracia sin un auxilio especial de Dios: Si quis dixe rit, justificatum, vel sine speciali auxilio Dei in accepta justitia perseverare posse, vel cum eo non posse; anathema sit. (Sesión 6, cap. 22). Por consiguiente no podemos dejar de caer en algún pecado grave si solo se nos concede el auxilio ordinario de Dios, y no uno especial. Y este auxilio especial se lo negará el Señor justamente a aquellas almas descuidadas que cometen sin escrúpulo muchos pecados veniales y de este modo tendrán la desgracia de no perseverar en gracia de Dios.
7. El que es tibio con Dios ciertamente merece que lo sea también Dios con él: “El que poco siembra, poco coge” (2 Corintios 9, 6). El Señor le concederá solamente el auxilio ordinario que concede a todos; pero le negará el especial; y el alma privada de éste, no podrá perseverar, como hemos dicho, sin caer en culpa grave. Al beato Enrique Susón le reveló Dios que a las almas tibias que se contentan con vivir sin pecado mortal, pero que no dejan de cometer muchos veniales sin escrúpulo, les es sumamente difícil conservarse en estado de gracia. Decía el venerable P. Luis de Lapuente. “Yo he cometido muchos defectos, pero jamás he hecho paz con ellos”. ¡Ay de aquellos que lo hacen! San Bernardo escribe que aquel que peca y detesta su pecado puede enmendarse un día y volver al buen camino; pero el pecador que no trata de enmendarse irá cada día de mal en peor, hasta perder la gracia de Dios. Por esto dice san Agustín que las culpas veniales habituales causan en el alma los mismos efectos que la sarna en el cuerpo. Pues, así como la sarna hace repugnante el cuerpo, así también los pecados veniales hacen repugnante el alma en presencia de Dios e impiden que la abrase: Sunt velut scabies, et nostrum decus ita exterminant, ut a sponsi amplexibus separent (San Agustín Hom. 50. cap. 3). Y de aquí resulta que no hallando ya pábulo ni consuelo en sus ejercicios devotos, en la oración, en la comunión ni en las visitas al santísimo Sacramento, los abandonará fácilmente; y privada de este modo de los medios de asegurar su salvación, se perderá fácilmente.
8. Este peligro será mucho mayor en aquellas personas que cometen muchos pecados veniales, por el apego que tienen a algunas pasiones, por ejemplo, a la soberbia, a la ambición, al odio a alguna persona, o al afecto desordenado hacia ella. San Francisco de Asís decía que cuando el demonio ataca a alguno que teme ofender a Dios, no procura al principio atarlo con cadena como a un esclavo, induciéndolo a cometer algún pecado mortal, porque le tendría horror y se guardaría de él; sino que procura atarle con un cabello; porque después lo podrá atar más fácilmente con un hilo, luego con un junco, luego con una cuerda y, finalmente, con una cadena que es el pecado mortal y así conseguirá hacerlo su esclavo. Pongamos un ejemplo: alguno tiene afecto a una mujer, en un principio por cortesía, por gratitud o por las buenas cualidades que hay en ella. Luego vienen los regalillos mutuos que se hacen; luego las palabras tiernas; y después, al menor empuje del demonio, caerá el infeliz en pecado mortal. Le sucederá lo que sucede a aquellos jugadores que después de haber perdido grandes sumas de dinero, dicen finalmente arrebatados de la pasión: vaya todo; y acaban por perder cuanto tienen.
9. ¡Ay de aquella alma que se deja arrastrar de alguna pasión! Dice el apóstol Santiago: “Mirad cuán pequeño es el fuego que incendia un bosque tan grande” (Santiago 3, 5). Quiere decir esto que una pasión que no se reprime arrastra al alma a su perdición. La pasión nos ciega; y cuando estamos ciegos, fácilmente caemos en el precipicio a la hora menos pensada. San Ambrosio dice que el demonio está acechando cual es la pasión que nos domina, o cual es el placer que más nos arrastra, y que nos lo presenta al instante para despertar nuestra concupiscencia, preparándonos de este modo la cadena que nos ha de sujetar a la esclavitud: Tunc maxime insidiatur adversarius, quando videt in nobis passiones aliquas generari: tunc fomites movet, laqueos paral.
10. El Crisóstomo asegura haber conocido él mismo muchas personas que estaban dotadas de gran virtud; pero que después cayeron en un abismo de iniquidad por no haber hecho caso de los pecados veniales. Cuando el demonio no puede conseguirlo todo de nosotros de una vez, se contenta con obtener muchos pocos en muchas veces; porque sabe que todos estos pocos repetidos le facilitarán ganar el todo. Ninguno, dice san Bernardo, se hace malvado de repente siendo bueno. Los que se precipitan en los mayores desordenes han comenzado por los más leves: Nemo repente fit turpissimus; a minimis incipiunt, qui in maxima proruunt. (San Bern. tract de Ord Vitae). Es necesario considerar también que cuando un alma cae en pecado mortal, después de haber sido favorecida con las gracias especiales de Dios, su caída no es una simple caída de la cual podrá levantarse fácilmente; sino que es un precipicio del que difícilmente podrá salir para volver a Dios.
11. Hablando el Señor del alma tibia en el Apocalipsis, dice: “Ojalá fueras frio: más por cuanto eres tibio y no frio ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca” (Apocalipsis 3, 15). Dice, ojalá fueras frio, como si dijera: sería mejor para ti que estuvieras privada de mi gracia, porque entonces tendrías alguna esperanza de tu enmienda: pero viviendo tú en tu tibieza sin pensar en enmendarte, estoy para vomitarte, es decir, para abandonarte en el camino del pecado.
12. Dice un escritor que la tibieza en la virtud es como la tisis corporal, la cual no espanta mucho al enfermo, porque apenas se deja sentir; pero es tan maligna que difícilmente se cura de ella ninguno. Esta comparación es muy exacta, porque la tibieza vuelve el alma insensible a los remordimientos de la conciencia; de donde resulta que, así como se hace insensible a los remordimientos de los pecados veniales, así también se hará con el tiempo insensible al remordimiento de los mortales.
13. La cosa más difícil de todas es curar de su enfermedad a las almas tibias; sin embargo, no faltan remedios para los que quieran valerse de ellos. ¿Y cuáles son esos remedios, me dirán? Primeramente, es preciso que el tibio desee verse libre de un estado tan triste y peligroso: de otro modo, si no tiene un verdadero deseo de salir de tan mal estado, jamás se esforzará por valerse de los medios que hay para conseguirlo. Conviene, en segundo lugar, que se determine a evitar las ocasiones de pecar; porque de otro modo siempre volverá a caer en los mismos defectos. Debe en tercer lugar, pedir incesantemente a Dios que le saque de tan fatal estado. El pecador con sus fuerzas solas nada podrá hacer; pero lo podrá todo con la ayuda de Dios, el cual ha prometido escuchar al que le pide. Por eso dice por san Lucas: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis” (Lucas 11, 9). Conviene suplicar y perseverar suplicando: si cesamos de pedir, de nuevo seremos vencidos; pero si perseveráramos suplicando, quedaremos al fin vencedores.
Sermón de san Alfonso de Ligorio hallado en su libro Sermones abreviados para todas las dominicas del año (traducido del italiano al español en 1865), con algunas actualizaciones en ortografía, uso de palabras sinónimas en raras ocasiones para una mejor comprensión del texto, etc.
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