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San Pedro de Alcántara (19 de octubre)
Nacimiento: 1499 en Alcántara, España
Muerte: 18 de octubre de 1562, a los 63 años de edad
Beatificación: 18 de abril de 1622 por el Papa Gregorio XV
Canonización: 28 de abril de 1669 por el Papa Clemente IX
Orden religiosa: Orden Franciscana
Ocupación: Presbítero (desde 1524) y fraile menor
San Pedro de Alcántara, tan célebre en toda la Iglesia por el sublime don de oración a que el Señor le elevó, y por el rigor de sus asombrosas penitencias, de que nos dejó tan admirables ejemplos, nació el año de 1499 en la villa de Alcántara, pueblo poco numeroso de la provincia de Extremadura en España, que comunicó su nombre a nuestra Santo, sirviéndole de apellido. Fue su padre D. Alfonso Garavito, hábil jurisconsulto y corregidor de la misma villa; su madre, Doña María Villela de Sanabria; los dos de muy antigua y calificada nobleza, y uno y otro de una virtud tan sólida como ejemplar. Considerando ambos como una de las más esenciales obligaciones de los padres la cristiana educación de sus hijos, se dedicaron a criar a Pedro en el temor santo de Dios, con tanto mayor gusto y con tanto mayor consuelo cuanto desde luego descubrieron en el niño una bellísima índole y unas inclinaciones, por decirlo así, naturalmente cristianas. Se anticipó a la razón la devoción, previniéndole la gracia tan extraordinariamente, que se halló dotado del don de oración aun antes de tener edad para saber hacerla. Ora estuviese en la iglesia, ora en casa, siempre se le veía orando, siendo la oración el único entretenimiento de su niñez; presagio cierto de la eminente santidad a que arribó con el tiempo. Son los estudios ordinario escollo de la juventud; pero la virtud de Pedro de Alcántara se perfeccionó en ellos, resplandeciendo más el candor de su inocencia. Se iba haciendo más santo al paso que se iba haciendo más sabio en las letras humanas y en la filosofía. Le enviaron a Salamanca a estudiar el derecho canónico, y allí entabló una vida tan arreglada, distribuyendo las horas en la iglesia, en las escuelas, en el hospital y en su estudio, que los maestros de la Universidad les proponían a los demás profesores por modelo de virtud, de aplicación y de aprovechamiento. Vuelto a Alcántara, hizo cuanto pudo el enemigo de la salvación para manchar su inocencia y para derribar su virtud. Hallándose en una edad donde todo es tentación, joven, bien dispuesto, lleno de vivacidad y de fuego, conoció el peligro, descubrió al enemigo, y tomó las armas contra él, recurriendo a la oración, a la frecuencia de sacramentos, a la devoción de la santísima Virgen, a la fuga de las ocasiones, pero singularmente al ejercicio de la más rigurosa penitencia. Cesó la tentación de la carne, pero entró a relevarla la de la ambición. Todo concurría a lisonjear sus esperanzas con la gran fortuna que se podía prometer, ya en la profesión de las letras, ya en el ejercicio de los primeros cargos; pero le hizo Dios la merced de que descubriese el artificio del enemigo y de que le venciese porque, conociendo que el mundo estaba lleno de escollos, determinó refugiarse al asilo de la religión. Escogió la del seráfico Padre San Francisco, y tomó el hábito en el convento de Manjarrés, sito en una áspera montaña. Quiso el Señor autorizar la resolución del santo joven con un insigne milagro; porque, no encontrando barca para pasar el río Tera, se halló de repente a la otra orilla por ministerio de un ángel.
Tenía solo diez y seis años cuando entró en el noviciado, y en menos de seis meses mereció que le propusiesen a los demás como verdadero modelo de la perfección religiosa. Sobre todo asombró su mortificación a los profesos más antiguos. Comía poquísimo, y apenas dormía nada; ninguna dificultad encontraba en las más rigurosas penitencias. Era muy ingenioso el amor que tenia a las humillaciones, inventando cada día nuevos modos, nuevas industrias para ser menospreciado, y siendo éste el mayor objeto de sus ansias. Hallaba sus mayores delicias en la más estrecha pobreza, no pareciendo posible desasimiento más absoluto de todo. Unido continuamente a su Dios, ninguna cosa era capaz de distraerle: siendo sucesivamente sacristán, portero, refitolero y despensero, cumplía exactamente con todos estos oficios, y añadía de supererogación los más bajos, los más humildes y los más repugnantes de la comunidad, superando su fervor a todos ellos.
El pacto que había hecho con sus ojos no se limitaba precisamente a las personas de otro sexo; se puede decir que se extendía a cualquiera objeto que no fuese absolutamente indispensable. Toda la vida anduvo con los ojos bajos; de manera que nunca supo si el coro o el dormitorio eran de bóveda, ni de qué materia era el techo de su celda. A los religiosos del convento solamente los conocía por la voz, y a fuerza de mortificar sus sentidos había perdido el uso de ellos.
Pocos meses después de su profesión le envió la obediencia a un convento muy solitario, y allí fabricó una celda, que lo era solo en el nombre, pero parecía sepultura en la realidad. En ella dio principio a aquel ejercicio de penitencia, que verdaderamente horroriza, y apenas se haría creíble, si no le autorizara el testimonio de la bula de su canonización. Su ayuno era continuo: comía una sola vez de tercer en tercer día, y algunas se pasaban ocho días enteros sin tomar alimento. Dos veces al día despedazaba cruelmente su cuerpo con unas disciplinas de hierro; traía continuamente a raíz de la carne un cilicio de alambre en figura de rallo, cuyas agudas puntas, por la parte de adentro, no solo le penetraban la piel, sino que le renovaban sin cesar las llagas que le había hecho la disciplina. Aunque su comida se reducía a unas pobres legumbres sin condimento, y lo más ordinario a un zoquete de pan duro, le bastaba sentir algún gusto en lo que comía para desazonarlo al instante mezclándolo con ceniza. Pero lo que más le costó, como él mismo lo confesó después a Santa Teresa, fue vencer el sueño. Esta era la pensión de la vida que se le hacía más insoportable; porque decía que solo el sueño nos priva de la presencia de Dios, lo que no hacía ni aun la misma muerte. Dormía no más que hora y media, y por espacio de cuarenta años lo hacía, o de rodillas, o medio en pie, arrimando la cabeza a la pared. Lo restante de la noche lo pasaba en oración, añadiendo siempre a ella alguna nueva penitencia. Era su celda tan baja, tan estrecha y tan corta, que no podía estar en ella en pie, sino tendido a lo largo. Le gustaba mucho la mortificación ocasionada por las incomodidades que trae consigo la variedad de los tiempos y de las estaciones del año. Es siempre muy rígido el invierno en aquella sierra donde estaba el convento, y en lo más riguroso de él dejaba abierta la ventana de la celda. Andaba de continuo con los pies descalzos y siempre con la cabeza descubierta, por respeto (como decía el mismo Santo) a la presencia de Dios que está en todas partes. Bien se puede asegurar que ninguno le excedió en la mortificación, y así parecía un esqueleto animado. Es verdad que le desquitaban ventajosamente de la continua violencia que se hacía los celestiales consuelos con que sin cesar inundaba el Señor a su purísima alma. Pocos santos se han visto que hubiesen sido elevados a más sublime don de oración. Era ésta un éxtasis casi continuo, comunicándosela Dios en ella extraordinariamente, y dándole a gustar con anticipación las delicias de la Gloria.
No era razón que estuviese debajo del celemín tan sobresaliente virtud; por lo que, a los veinte años de su edad y antes de poder recibir los sagrados órdenes, le hicieron los superiores guardián de Badajoz. No fue ésta la menor mortificación para un hombre tan humilde. Como era el más mozo de todos sus súbditos, le pareció que solo le habían hecho superior para servirlos a todos; lo que fácilmente se conoció por lo que se le vio hacer durante su guardianía, de cuya autoridad solo se valió para reservarse a sí todos los oficios más bajos, más humildes y más trabajosos del convento. Luego que entró en los veinticuatro años, le mandaron los prelados que se dispusiese a recibir los sagrados órdenes. Hasta allí había sido ángel en la pureza de sus costumbres y en todo el tenor de su vida; pero en el altar fue un abrasado serafín. Le mostraba en él, saliéndole al semblante, aquel divino fuego en que ardía su corazón; y las copiosas lágrimas con que regaba el altar eran buen indicio de las llamas en que le abrasaba su amor. Un año después le hicieron guardián del convento de Nuestra Señora de los Ángeles; en cuyo empleo no halló otro atractivo que la situación del convento, la más fría de toda España, ofreciéndole los hielos, las nieves y las ventiscas muchas penitentes industrias para saciar el hambre que tenía de padecer.
Por el celo de la salvación de las almas, inseparable de la verdadera caridad, aceptó el ministerio de la predicación. Ningún predicador hizo más fruto. Sobre el talento natural y un fondo de sabiduría enriquecido con aquellas superiores luces que eran fruto de su íntima comunicación con Dios, y que nunca pueden serlo del estudio, bastaba sola su vista para ablandar los corazones más endurecidos. Convertía solo con dejarse ver; por eso se veía muchas veces a los más insignes pecadores interrumpirle sus sermones con lágrimas y dolorosos gemidos. En medio de su empleo de superior corrió muchos obispados, haciendo en todas partes inmenso fruto, y renovando en todas el espíritu de penitencia.
No obstante, siempre le tiraba la inclinación al retiro que era, digámoslo así, la pasión dominante de nuestro Santo; y en virtud de ella suplicó a los superiores le destinasen a algún convento separado de toda comunicación con los seglares. Por darle gusto le hicieron guardián de San Onofre de Lapa, situado en un horroroso desierto y aquí fue donde compuso El tratado de la Oración y de la Contemplación, tan universalmente estimado, y que mereció tantos elogios a Santa Teresa, a Fr. Luis de Granada, a San Francisco de Sales, y sobre todo al Papa Gregorio XV, habiéndole compuesto por complacer a un amigo suyo que le rogó le diese por escrito las reglas para tener bien oración, que tantas veces le había explicado verbalmente. Apenas salió de sus manos aquella obra, cuando se extendió por toda España, y se vio andar en las de todos, con tanta reputación de nuestro Santo, que los pueblos clamaban a porfía por él, ansiosos de oír de su boca las verdades de la salvación. Particularmente el rey de Portugal, D. Juan III, hizo tantas instancias con los superiores para ver en su corte a aquel gran siervo de Dios que, a pesar de todas las razones que alegó, se vio precisado a emprender aquel viaje. Lo hizo a pie y descalzo, como acostumbraba, y no es fácil explicar el mucho bien que hizo en aquella corte. Se vieron en ella algunos de los más grandes señores renunciar el mundo, y buscar en las más austeras religiones camino seguro y compendioso para su salvación. La infanta Doña María, hermana del Rey, no contenta con desterrar de su persona y de su cuarto todo lo que olía a espíritu de mundo, galas magníficas, muebles suntuosos y profanas diversiones, se consagró totalmente a Dios con los tres votos de religión, por consejo de nuestro Santo. El infante D. Luís, hermano de la misma princesa, fundó el convento de Salvatierra, y se encerró en él, pasando el resto de sus días en todos los ejercicios religiosos, con tan fervorosa devoción, que fue el ejemplo de todo el reino. Se hizo cuanto se pudo para detenerle en Portugal; pero le tenía destinado la divina Providencia para la reforma de su Orden. Después de haber sosegado con su presencia y con sus prudentes oficios las turbaciones que se suscitaron en Alcántara, le llegó el aviso de que su provincia le había nombrado por provincial. En vano pretendió excusarse, alegando que no tenía cuarenta años; ninguno le tuvo por demasiadamente mozo para el empleo. Le obligaron a aceptar el empleo, que desempeñó con tanto acierto como pudiera el hombre más experimentado. Se valió de esta nueva autoridad para introducir en su provincia ciertas reglas, que solo el concepto de su virtud pudo lograr que fuesen aceptadas y recibidas; pero su grande obra era la reforma de la Orden, que había tiempo andaba meditando.
La emprendió, movido del ardiente deseo que muy de antemano le había inspirado el Señor de ver resucitado en su primer vigor el primitivo espíritu de la Regla de San Francisco. No ignoraba que era asunto más arduo reformar una religión que fundarla; pero atropello por todas las dificultades, persuadido a que era Dios el Autor de aquel intento. Habiéndosele agregado algunos religiosos de los más virtuosos y ejemplares, fue a echar los primeros cimientos de la provincia reformada de la Arrábida en Portugal, cerca de la embocadura del Tajo. Es la Arrábida una fragosa y continuada sierra; y esto era justamente lo que buscaba nuestro Pedro. Ayudado con las limosnas y con la autoridad del duque de Aveyro, levantó en ella un convento cuyas celdas, en la mayor parte, se fabricaron en las cavernas de los peñascos; y éste fue el principio de aquella célebre reforma que, resucitando el espíritu de mortificación y de extrema pobreza que profesó el seráfico Padre San Francisco, da a la Iglesia una nueva familia de ángeles mortales, cuyo espíritu de soledad, de devoción, de penitencia y de todo lo más perfecto que enseña la religión, es aún el día de hoy objeto de admiración y de veneración a todos los fieles. El año de 1554 tuvo principio esta reforma, para cuyas alabanzas no encontraba expresiones correspondientes la seráfica Madre Santa Teresa, y cuyas reglas confirmó por breve expreso y particular el Papa Julio III. El obispo de Coria cedió a nuestro Santo una ermita dentro de su obispado, en la cual estuvo mucho tiempo con un solo compañero, esparcidos los demás por varias partes, a violencia de la tempestad que suscitó el Infierno contra aquella grande obra. Desde allí emprendió Pedro el viaje a Roma, haciéndole todo a pie descalzo y con la cabeza descubierta, como acostumbraba. Obtuvo segundo breve del Papa y letras patentes de su General para fundar nuevos conventos según la estrecha reforma. Volvió a España, y fundó uno en el Pedroso, tan reducido y tan estrecho, que más parecía fábrica de sepulturas que de celdas. La que escogió para sí, como prelado, era de las mismas dimensiones que las de otras partes, tan baja, tan angosta y tan corta, que no podía estar en ella sino de rodillas, encorvado o en otra molesta postura.
Creciendo cada día la reputación de nuestro Santo, apenas hubo en aquel tiempo persona de virtud sobresaliente que no solicitase su correspondencia, o por lo menos tener parte en sus oraciones. Santa Teresa le consultaba en lo que se le ofrecía. San Francisco de Borja estrechó una fina amistad con aquel gran siervo de Dios, y en toda España resonaba con admiración el nombre de Fr. Pedro de Alcántara. Cuando el emperador Carlos V estaba meditando su retiro al monasterio de Yuste, resolvió tomarle por su confesor; pero el Santo se excusó con tan buenas razones, que el Emperador se rindió a ellas. Más eficaz fue su General. Le nombró comisario general de España para la reforma, cuyo empleo desempeñó con tanta felicidad, que tuvo el consuelo de recibir dos breves del Papa Paulo IV confirmando su instituto, y el de ver en menos de seis años fundados nueve conventos.
Había tiempo que San Pedro de Alcántara vivía, digámoslo así, de milagro. Extenuado al rigor de sus excesivas penitencias, consumido con sus grandes trabajos, y exhausto a fuerza de tan penosos ejercicios, cayó gravemente enfermo y, sabiendo bien que se acercaba su última hora, se hizo llevar al convento de Arenas. Recibió luego los Sacramentos y poco tiempo después entró en un dulcísimo éxtasis. Se le apareció la santísima Virgen, acompañada de San Juan Evangelista, y le aseguró de su eterna bienaventuranza; pronunciando entonces él mismo aquellas palabras del Salmo 121: Me he llenado de alegría sabiendo que he de ir a la casa del Señor, le entregó dulcemente su alma el día 18 de octubre del año de 1562, a los sesenta y tres de su edad y cuarenta y siete de su vida religiosa.
Desde el mismo punto en que murió manifestó Dios la gloria de su siervo con muchos milagros. Luego que expiró se apareció a Santa Teresa rodeado de resplandor y le dijo estas bellas palabras: ¡Oh dichosa, oh dulce penitencia, que me ha merecido tanta gloria! Fue enterrado su santo cuerpo en la iglesia de Arenas, donde continuamente está Dios haciendo glorioso su sepulcro por los milagros que obra cada día. El Papa Gregorio XV le beatificó solemnemente el año de 1622, y el de 1669 le canonizó el Papa Clemente IX, fijando su fiesta al día 19 de octubre.
Siendo tan glorioso para nuestro Santo lo que escribe de él Santa Teresa en el capítulo 26 de su Vida, no es razón que se omita en este breve compendio.
Esto es lo que escribe Santa Teresa de este gran Santo.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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